Territorio musulmán
Con la conquista musulmana en el siglo VIII, Mula recibe su denominación actual. El topónimo árabe designa a quien domina diferentes lugares, refiriéndose al poder que ejercía el núcleo principal sobre varias poblaciones circundantes. En esta época la zona que comprende la pedanía de El Niño de Mula era conocida como Campo de Albalat o de Balate, que en árabe significa camino o acequia. Se encontraba próxima a la frontera entre musulmanes y cristianos. La indudable importancia estratégica de estos lares ha posibilitado la pervivencia de una gran diversidad de monumentos, que constituyen interesantes conjuntos histórico-artísticos como es el caso de los castillos de Alcalá y de los Vélez.
Adelantamiento de Alonso Yánez-Fajardo
Reconquistados estos territorios por los castellanos en el siglo XIII, pasaron a ser gestionados por las órdenes militares de Santiago y del Temple. En el siglo XV, el rey Juan II entregó el señorío de Mula al adelantado Alonso Yáñez-Fajardo, en agradecimiento por la ayuda prestada en el conflicto que mantuvo con el marqués de Villena. Este derecho de señorío desencadenó abundantes enfrentamientos entre los lugareños y los herederos del privilegio, los marqueses de los Vélez. Las disputas fueron sofocadas poco tiempo después del levantamiento comunero de 1520, lo que no evitó que el denominado 'Pleito de Mula', que cuestionaba los derechos de los señores feudales, se prolongase durante casi tres siglos.
La actual denominación de la pedanía se remonta al siglo XVII. En esta época la familia Botía era propietaria de tierras situadas en el paraje de Balate y el conjunto de la comarca muleña sufría las consecuencias de plagas, epidemias de peste bubónica y otros padecimientos, que dejaron el negro saldo de más de dos mil muertos en pocos años.
Según la leyenda, un miembro de la familia Botía, de nombre Pedro y pastor de profesión, elevó sus oraciones rogando por la remisión de aquella terrible situación. Estas plegarias obtuvieron sus frutos el 21 de septiembre de 1648 cuando, en el paraje mencionado, el pastor asistió a la aparición milagrosa de El Niño Jesús. A partir de este insólito episodio, las penurias cesaron y Pedro Botía hizo profesión de fe, cambiando su nombre por el de Fray Pedro de Jesús. La familia Botía levantó una ermita en el mismo lugar de la aparición, que se convirtió en lugar de peregrinación de la comarca y centro aglutinador de una pequeña población, que fue creciendo bajo el nombre de El Niño de Mula.
La fecha ofrecida por la leyenda no se ajusta completamente al rigor histórico, puesto que las epidemias ya habían remitido y la ciudad de Mula había sido declarada libre de enfermedad en el mes de julio. Sin embargo, este apunte no parece contradecir el hecho de que se erigiese la ermita como acción de gracias. La aparición de El Niño Jesús en la actual pedanía se convirtió en el remedio cristiano para conjurar la plaga de peste, que amenazaba con despoblar Mula y el reino de Murcia desde 1648.
Primeros devotos del Santuario
A finales del siglo XVII comenzaba el pequeño santuario a contar con sus primeros devotos, hecho favorecido por la presencia de Fray Pedro de Jesús en el Real Monasterio de la Encarnación. Allí vivía con fama de santo y siendo objeto de un profundo respeto por los lugareños, manteniendo, de igual modo, un cordial trato con la nobleza.
La talla de El Niño, enviada a la reina María Luisa en 1707, no fue devuelta tras la entronización de los Borbones, linaje con el que fray Pedro no consiguió establecer buenas relaciones antes de fallecer en 1717. Se sospecha que la imagen pudo desaparecer, como otras muchas obras de arte, en el gran incendio del Alcázar Real, acaecido en 1734. Perdida la imagen y fallecido Fray Pedro, el estado de la ermita y el número de peregrinos se resintieron gravemente. Para evitar este declive, algunos hombres del pueblo constituyeron una cofradía en 1733, fiel centinela del santuario y del culto al Niño de Balate.
En 1780 comenzaron las obras del actual Santuario, aunque ya antes los cofrades habían conseguido que los traslados de la nueva talla de El Niño a Mula y viceversa se convirtieran en un espectáculo de gran atractivo popular en el que no faltaban música, fuegos artificiales, soldados uniformados lanzando arcabuzazos al aire y una multitud de devotos, que acompañaban a la imagen en su trayecto.