Rojo el Alpargatero nueva
Rojo el Alpargatero nueva
Archivo José Grau Collado. Cedida por José Gelardo

    1. Inventar la pólvora

   La historia del flamenco se presenta como un ámbito singular para el investigador. Construida sobre lagunas de información insuperables, apoyada en tradiciones orales de difícil contraste, propagado su arte por una cultura con frecuencia analfabeta, "ayuna de papeles", secularmente menospreciada cuando no abiertamente perseguida, asociada a la indecencia, al crimen y al lumpen...

  A menudo, el territorio así configurado se teje en las arenas movedizas de la sola suposición (hipótesis), con la discutible garantía de la autoridad que proporciona la tradición. Queda inaugurado así un espacio permanentemente abonado para la polémica.

   No menos peculiares resultan los protagonistas de muchos de aquellos lances, legión de aficionados, inquisidores, opinadores, husmeadores y curiosos atentos a la que salta y a la que no salta (por si acaso), atados a la irrompible cadena "hallazgo-matización-refutación-reafirmación", afincados pretenciosamente en el orgullo del saber más que nadie o en el alarde de tener lo que nadie más posee.

    Seguidor de revistas flamencas, constato que nos hallamos ante un gremio de corporativismo imposible escindido en facciones con sus ajustados séquitos de "pros" y "antis", "filias" y "fobias", que se complace en exhibir cada nuevo dato como un trofeo con el que abofetear la capacidad ajena y que, en un perverso mecanismo de autorregeneración, insiste en encender conflictos a través de la réplica, la contrarréplica, la recontrarréplica y lo que sea menester con tal de dejar bien claro que dos y dos son los cuatro que he contado yo.

  Verdaderamente, el vacío documental en este campo (no se olvide que hablamos, básicamente, de la "historia de los pobres") resulta tan estremecedor que la aportación de una novedad, por nimia que sea, puede adquirir la categoría de suceso por encontrar a alguien dispuesto (¿predispuesto?) a dar la batalla del rebatimiento.

       2. La Ley de la Novedad

   De este modo, incorporados a fiebre tan exigente, sacamos a la palestra una imagen novedosa de Antonio Grau Mora, "El Rojo el Alpargatero" (n. Callosa de Segura, 1847), reconocido patriarca de los cantes mineros y de levante. Con la fotografía que presentamos se duplica exactamente el repertorio conocido con El Rojo como protagonista (un solo retrato hasta la fecha). La aportación del hallazgo estriba, sobre todo, en que El Rojo se pone en pie (lo conocíamos sentado junto a su esposa), compartiendo escena ahora con una pareja desconocida.

   La fotografía, no fechada, realizada en Cartagena, puede situarse a finales de la década de 1880, en las postrimerías de la estancia cartagenera del artista (Pedro, el menor de sus hijos, futuro venerable de la masonería balear, había nacido en Cartagena en 1889). O bien, quizás El Rojo y su señora se desplazasen para la ocasión desde su residencia unionense a partir de aquel año.

  Según el historiador J.G. Merck Luengo, el autor de la imagen, J. Sánchez, había iniciado en Cartagena el "procedimiento instantáneo" en "retratos de niños" por la década 1880 y hace ampliaciones en calle Mayor, 25. Ofrece "Vistas de Cartagena" en sencillos reversos en negro sobre blanco satinado. Mantiene sus mismos reclamos más tarde, en Puertas de Murcia, 46, según lujosos dorsos de Bernhard Wachtl-Vienne "por la década de los noventa".

   De este modo, ahora la calle del Carmen, n° 33, nueva sede del estudio itinerante del fotógrafo, debe sumarse a la ruta cartagenera del cantaor, cuya presencia sirvió para incorporar, además, la célebre calle Canales al cancionero jondo:

                                    "En la calle de Canales

                                     cantaba Paco el Herrero.

                                     Lo acompañaban Chilares,

                                     El Rojo el Alpargatero

                                     y Enrique el de Los Vidales".

                                

                                   "En la calle de Canales

                                    se me perdió mi sombrero.

                                    Quién se lo vino a encontrar;

                                    El Rojo el Alpargatero

                                    y no me lo quiere dar".

     Muy cerca, pues, en la perpendicular calle del Carmen, posaría repetidamente el matrimonio Grau Dauset, ya que, según deducimos, las dos imágenes conocidas de El Rojo fueron tomadas en ese mismo estudio y, sucesivamente, en la misma sesión fotográfica. Así lo revela el decorado (idéntico en ambos casos), mobiliario convencional de sillas componiendo vis a vis. Y, sobre todo, el mismo telón de fondo, pretendido trampantojo que a nadie engaña, con el friso pintado que simula una esquina de la estancia. Ambas parejas posarían en las dos imágenes, mujeres y hombres alternando posturas, de pie o sentados. Alguien mutilaría, sin embargo, la foto más conocida para conservar, tan sólo, a la célebre pareja.

    Limitado de talento verdadero, el maestro Sánchez, veterano retratista de la calle del Carmen, quiso ganar la escala del arte cultivando simetrías. Apurando la alquimia de filtros, bromuros y colodiones, estimaba el artesano que el secreto primero de su oficio residía en la eficacia de la composición, que la suma de objetos en equilibrio fundaba el principio de la belleza y que del orden particular emanaba el abrazo con lo sublime.

   Reparto ideal para las dotes del oficiante. Dos parejas, dos más dos. Perfecto ying-yang, machihembrado de resonancia cósmica, engarce con lo universal. Los hombres se apostan tras las damas instaladas sobre sillas de gutapercha. Algo reacio, Don Antonio obedece al perito: -¡Aquí, maestro, con su señora!. Doña María asiente con serenidad bovina y, junto a su comadre de cabellera recogida, dibuja el rostro imaginado para la Luna. Se encaminaba El Rojo al medio siglo, cuando los cincuenta señalaban la edad fronteriza que servía para distinguir a los honorables de los derrotados en la estirpe de los hombres.

   El cuadro no puede resultar más rematadamente burgués (por pretencioso). Sin embargo, la corta pericia del fotógrafo para encuadrar la imagen hace notar la estera (no alfombra) sobre el enlosado. No importa, porque, a pesar de sus delaciones, una foto de estudio representa la esencia del encubrimiento y, con su compañero de trance, por contraste con las damas rocosas, Don Antonio dibuja la estampa de elegante modernidad que debe suponerse a un artista: corbata, pajarita y chaquetas (anticuada levita en el armario).

   El primer vistazo se ordena en torno al cuello de El Rojo, erguido, recio, musculado, ejercitado no tanto en la tensión del cante (palpitante al paso de cada tercio), cuanto en la que procura el amor propio de quien se considera artista por encima de todas las cosas. Ojos pequeños, levemente achinados, de mirada pícara, altiva y grave. A la derecha del cuadro, las figuras de Don Antonio y de Doña María orientan la mirada como un imán poderoso y acaparan la atención del espectador. A su lado, la pareja de desconocidos de rasgos anodinos cede protagonismo a los distinguidos acompañantes.

   Hay rostros que dibujan mapas de infortunio. En el caso de El Rojo, a falta de un inventario cabal sobre los modos de la mirada, se diría que los ojos de Antonio Grau destellan con un punto de soberbia, satisfecho de su suerte y de su don, presto para fulminar con un ataque de genio al inquisidor de su arte. Vencida la primera tensión, el ambiente favorable permite al fotógrafo ensayar una audacia sin romper el orden pretendido. Se trata de sumar al cuadro de los rostros un núcleo nuevo, un centro de interés que dibuja la definitiva estructura en aspa de la composición: en el corazón de la imagen, El Rojo abandona el sedente hieratismo al que le condenó su única pose conocida y, puesto en pie, escenifica aceptar el cigarro que le ofrece su compadre.

    Era la primera placa de aquella sesión. Luego de unos instantes, Doña María se desceñiría el faldón que luciera en la toma previa y, para alternar poses, acompañaría al patriarca sentado esta vez en la otra (hasta ahora única) imagen conocida del más célebre cafetinero de la Sierra.

   Apenas unos minutos, Don Antonio y la compaña escapan aliviados del trance forzado de la pose. Y J. Sánchez, calle del Carmen, 33, se regodea en la estampa de la triunfante geometría como confirmación incontestable de su arte.

                       Pero antes, créanme, El Rojo se había puesto en pie.

    3. Noticias de la otra orilla

      El asunto es que, desde el otro lado del mundo (Octubre 2004), nos llegan noticias frescas de hace siglo y pico sobre Don Antonio Grau Mora, el fetén, "El Rojo el Alpargatero", pergeñador recreador de los sones que escuchara de los obreros de la Sierra camino del monte y de la tasca [dentro de nada, más pronto que tarde, en la primavera de 2007, se cumplirá el centenario de su muerte]. Como en los "cantes de ida y vuelta", esta vez desde un territorio impropio, superada la Cordillera de los Andes, en un trasiego que mojan dos océanos, en Lima (Perú) habitan trazas de la sangre remecida que estableció en La Unión la cuna de su arte.

  Naturalmente, visto lo visto, esto sólo podría haber ocurrido a través de internet, incontestable libro de arena de nuestro tiempo, inagotable depósito de saberes y mezquindades, pero, sobre todo, autopista sorprendente de carriles incontables para navegantes de fortuna. Tangos, milongas, guajiras, colombianas, sones flamencos de ambas orillas, y, ahora, un "cajón peruano" conteniendo novedades sobre los nuestros allende el mar.

   José Grau Collado, nieto de El Rojo el Alpargatero, es hijo de José Grau Dauset, el segundo vástago de Don Antonio (nacido en Sevilla en 1886). Convivió Grau Collado con su tío Antonio Grau Dauset, depositario y transmisor de las esencias jondas creadas por El Rojo, en su casa de la calle Carranza n° 5, en Madrid, a principios de los años 1960:

    "Tengo muchas anécdotas del tiempo que viví en casa de mi tío en Madrid. Teníamos mucho tiempo para hablar, porque él acostumbraba a acostarse muy tarde y pasábamos horas charlando. Era sumamente interesante escuchar todo lo que contaba sobre sus viajes a Rusia, China, el Colegio San Luis Gonzaga...".

   A fínales de los años sesenta, requerido por razones de trabajo, José Grau viajó hasta Chile, luego a Perú, donde reside desde 1968. Allí contrajo matrimonio con Cristina Monge. Esta foto y algunos recuerdos personales tejen los lazos que atan la estirpe americana de los Grau a la historia de nuestro folclore.

    4. Recapitulaciones y propinas

       A todo esto, resulta preciso recordar que la ciudad de Cartagena fue la penúltima estación vital de El Rojo. Allí nació Pedro (1889), su hijo menor, futuro preboste de la masonería mallorquina fusilado en 1936 (Salom, 1988). Por lo demás, las ciudades natales de sus primeros vástagos, Antonio (Málaga, 1884) y José (Sevilla, 1886), así como su inicial estancia en Almería (década de 1870) trazan el periplo previo de la errante familia Grau sobre el mapa de Andalucía. Coplas volanderas como las célebres "En la calle Canales" certifican el paso de El Alpargatero por la ciudad portuaria, a la vez que hermanan su figura con la de otras leyendas que forjaron los cantes de la tierra (Paco "El Herrero", Chilares y Enrique "el de Los Vidales").

     Corta parada cartagenera de El Rojo, ya que, hacia 1889, lo reconocemos afincado en La Unión donde residiría a lo largo de diecisiete años, hasta el final de sus días, seducido por los cantos de sirena de la pujante villa minera (mito sobre mito); es decir, atraído por las posibilidades de negocio que le ofrecía un Eldorado apabullante capaz de integrar todos los sueños (¿también el fulgor de la aventura?). En La Unión hallaría Don Antonio su santo y seña, su definitivo lugar para la historia, una tierra con la que comulgar, un espacio libre y alentador del arte, trampolín hacia el olimpo de plomo de los dioses pobres. Nada más (ya es bastante), porque en La Unión El Rojo no poseyó nada salvo reputación de artista trajinero. Su rastro sobre los papeles apenas consiste en una hebrica de tinta empañando formularios de rutina (más que muchos):

              Nombre y apellidos: Antonio Grau Mora.

              Domicilio: calle Méndez Núñez, n°9. La Unión (1894)

                              calle Mayor. La Unión (1907).

              Naturaleza: Callosa de Segura ? Alicante.

              Estado: Casado. Esposa: María Dauset Moreno (n. Almería).

              Profesión: Cafetinero.

             Tiempo de residencia en el pueblo: 5 años (1894).

              ¿Sabe leer?: Sí.

              ¿Sabe escribir?: Sí.

              Contribución industrial (año 1893): 418,06 Pesetas.

              Fecha del fallecimiento: 21 Abril 1907.

              Enfermedad que ocasionó la defunción: Pneumonía.

              ¿Embalsamado?: No.

              Materiales del féretro: Pino.

              Clase de enterramiento: Fosa de alquiler n° 72 ? 55 Ptas.

              Cementerio de La Unión.

       Desde Cartagena, El Rojo concertó los detalles del negocio que regentaría en la ciudad minera, de modo que tuvo que vérselas con los amos del suelo que pretendía pisar. Así, para ocupar un local adecuado en el centro-centro de La Unión debió tratar con Francisco Rentero Bianqui, capitoste de una destacada familia de la oligarquía cartagenera.

   En efecto, el clan de los Rentero fue uno de los grandes beneficiarios del proceso de desamortización civil en la Sierra. A finales del siglo XIX habían obtenido la propiedad de una extensión de 40 hectáreas que abarcaba parte del monte y del piedemonte en La Unión, incluyendo el segmento central de la calle Mayor de la ciudad minera. Por lo demás, a principios del siglo XX, Francisco Rentero impuso al Ayuntamiento de La Unión su proyecto para la  construcción del monumental Mercado Público beneficiándose de la venta del solar de su propiedad donde se levantaría, así como de las obras del nuevo edificio actuando como contratista de las mismas.

  Tal era la estructura de la propiedad urbana unionense, en manos de unos cuantos poderosos rentistas. De modo que, como no podía ser de otra manera,  El Rojo conocería la elástica trama de relaciones que atravesaba tan chocante paradoja: la hipócrita burguesía local, defensora de los valores del orden y de la decencia, acogiendo centros de inmoralidad y violencia (tal era la consideración de los "cafés cantantes") a cambio de unos duros de alquiler.

   Nuevo apunte para la historia del fariseísmo local. Sabemos que la actividad de los cafés cantantes debió acomodarse a los usos de la época que ya acusaban la estacionalidad del veraneo, con el consiguiente desplazamiento en busca de los nuevos centros de concurrencia de la "costa cálida" en ciernes y de las posibilidades de negocio que ofrecían. Así, la autoridad reconoce que "en la época de verano no excede de cuarenta y cinco días el tiempo que están cerrados [los cafés cantantes] por traslación a las playas próximas" (Acta Capitular 10-12-1900). Y añado... a la caza del cliente burgués veraneante con posibles, amigo durante el estío (ahora sí) de las intolerables actividades ("centros de corrupción e inmoralidad") que acabarían por decretar el cierre de los mismos.

   Después de todo, la verdad parecía habitar en el fondo de una botella de aguardiente. Así quedó claro en el verano de 1885, en los espantosos días de sol y miedo, cuando el bacilo del cólera morbo, asesino por deshidratación y fiebre de docenas de paisanos, buscaría adecuado lenitivo en el alcohol de garrafa. Prosperó entonces el comercio de José María Díaz, proveedor de ron, vino generoso y coñac en su nutrido catálogo de alcoholes y licores para atención de los enfermos coléricos de la puebla minera: factura de trescientas diez pesetas con cincuenta céntimos, justa inversión que el Ayuntamiento abonó con gusto para que el don de la ebriedad detuviera la mortal incontinencia que vino del Asia [recomendaciones de la época aconsejaban en los primeros síntomas las friegas generales de vino, taza caliente o copa de aguardiente, así como la administración de infusiones aromáticas alcoholizadas con ron o coñac].

     En La Unión, el espacio primordial caminado por El Rojo consiste en el reducido rectángulo que limitan las calles Mayor, Bailén, Tetuán y Méndez Núñez, cogollo de la ciudad donde, con distancias de pocos metros, Antonio Grau dispuso hogares y negocios.

    El caso es que El Alpargatero quiso entrar en La Unión por la puerta grande y, recién llegado a la villa minera, regentó a partir de 1890 un céntrico "Café de Sociedad" (para el fisco),"Café cantante" (para las musas) en el n° 107 de la calle Mayor. Se trataba de un local alquilado (como todos de los que dispuso Grau en La Unión, del comercio a la tumba) que ocupaba unos 150 m2. de superficie. De la categoría del negocio nos ilustra el dato de que contribuía por su actividad con más de 300 ptas. anuales, cantidad sólo equiparable a la de otros tres establecimientos de igual rango fiscal en el Municipio.

   En 1897 Francisco Rentero encargó a Víctor Beltrí Roqueta, brillantísimo arquitecto de moda, la reforma del local que ocupara El Rojo. Posiblemente, El Alpargatero no volvería a pisar aquel espacio, etiquetado, sin embargo por la historia con función característica. Señalaría el arquitecto con determinación el destino del lugar, definido inequívocamente en su memoria técnica como " local, propio para un café o gran industria" sostenido por esbeltas columnas de hierro fundido, antecedente de la estructura metálica del Mercado diseñado por él mismo. Encima, en la planta de piso, Beltrí dibujaría dos viviendas parejas con gabinete, comedor, alcoba, cocina y despensa junto a la prevista "central telefónica" dominando el chaflán del inmueble. Luego, sin abandonar las manos de la oligarquía local, el edificio sería adquirido en 1911 por el marquesito Miguel Zapata, hijo del célebre Tío Lobo de Portmán y  transmitido en herencia a sus sucesores (1913).

   Por otro lado, los registros municipales ofrecen informaciones no ajustadas a los testimonios de Grau Dauset: ni rastro del café a partir de 1896, cuando El Rojo figura como titular de un establecimiento de poca monta destinado a la venta de vinos y aguardientes en calle Bailén. Tampoco se conserva constancia documental de la posada que se le atribuye, ni de su etapa como empresario del "Círculo Ateneo" de la localidad. Don Antonio manifestaba saber leer y escribir, pero aún no han aparecido las trazas de su autógrafo perdido en el registro civil.

   Para colmo, las primeras noticias que difundieron su nombre por la Sierra sólo dieron alas a su fama discutida. Recién instalado en La Unión, apuntalando razones nuevas para su apodo (por más motivos rojo que alpargatero), el café cantante de El Rojo, el más céntrico de la calle Mayor, fue escenario del asesinato perpetrado por Paco El Cribero (Febrero 1890) y primera estación de la sangrienta velada (Noviembre 1891) que dio origen a la copla legendaria acuñada por el trovero:

                             "Como corral sin gallinas

                               se va quedando La Unión.   

                               Unos que matan las minas,

                               otros que se lleva Dios

                               y otros que El Manco asesina...".

   Doble fatalidad para El Manco (Mariano Vela Lupión en la pila). Un ambicioso alcalde-soldado con redaños, deseoso por certificar a las claras su implacable estilo de gobierno, se personó en la casa de Mariano (Barrio de Los Morenos de La Unión) y bajo la lluvia, en noche cerrada, redujo el brazo útil de "El Vela" (Gelardo Navarro, 2003).

   Meses más tarde ("La Orquesta",16-6-1892), el veredicto de un jurado popular en la Audiencia de Cartagena decidió su doble condena: sentencia de 47 años de presidio y una copla volandera y desmesurada que agigantó para siempre su mala fama con la cadena perpetua del desprecio.

    No debe de extrañar que las autoridades locales, en el ejercicio de una función escrutadora tan incansable como insuficiente en el dominio de la colmena, solicitaran al responsable de orden público "facilite certificación de conducta de Antonio Grau Mora" (LRED 19-10-1894) escatimándole la honorabilidad del "don" y la respetabilidad del inocente (¿encausado?¿bajo sospecha?), aún no canonizado como "El Rojo el Alpargatero", patriarca de los cantes mineros cuya integridad se investiga. O lo que es lo mismo: El Rojo en el punto de mira por razón de la satanizada reputación de su oficio.

    Y siempre la obstinación del mismo círculo maldito abrazando versos, guitarras y figurantes, convalidación de tópicos:

1. - Los pícaros tartaneros, gremio de tunantes en la copla ¿y en la vida?: "por correr con un carruaje por las calles de la población a deshora de la noche fue multado ayer en dos pesetas por la Alcaldía el vecino de ésta, de oficio tartanero, Alfonso Zamora Covachos" (Diario "El Renacimiento". La Unión, 6-7-1899) o, siempre de noche, proclives a la pendencia en posible disputa por la clientela: el cabo de la Guardia Municipal de La Unión informa "sobre una reyerta de tartaneros en la estación Mercado en la noche anterior" (LRSD 15-10-1898).

2. - Y el timo de la guitarra, emblema de inmoralidad para los agentes del orden, apetecible reclamo en territorio flamenco para una rifa de fraude. Resulta que, en el fresco verano de 1899, un fulano de nombre Miguel, vendedor de lotería, quiso cometer una estafa simulando el sorteo de una guitarra"en uno de los lavados de la mina Desechada". Mina, guitarra y astucia o recurrente combinado de escenarios, sonidos y talento-picardía en la Serranía de La Unión.

3. - Algo más. En el ancho territorio fronterizo entre el arte y la desdicha, Marzo de 1909 (LRED 27-3-1909), la guardia municipal informa del ingreso en las cárceles de La Unión de Elvira Benito Rodríguez, hermana de Emilia, la célebre cantaora y tonadillera "por ejercer la prostitución siendo menor de edad...".

    Y antes de El Rojo... ¿el vacío?. Los cantes que se interpretaban en la Sierra de Cartagena a mediados del siglo XIX, años de resurgir minero, se catalogaban indistintamente como "cantes de la madrugá". El trasvase cultural, uncido a la corriente migratoria desde Almería, arrastraría otros sones  venidos de Andalucía Oriental, reamasados y curados en el crisol de la Sierra Minera. En tal sentido, el investigador José Luis Ortiz Nuevo afirma que en nuestra tierra de acogida [ya] "había otras formas del fandango, variaciones de la seguidilla madre y posibles fueron, por la madrugá, los entendimientos".

      En un reciente estudio, Juan Ruipérez Vera (2005), depositario de los testimonios de Antonio Grau Dauset, hijo de El Rojo, transmitidos por Antonio Piñana, ha establecido con sorprendente precisión de relojero las partidas de nacimiento de algunos cantes mineros atribuidos a Antonio Grau Mora ("Rojo padre").

    Así, Ruipérez dice que Piñana le dijo que "El Rojo" hijo decía que su padre había sido el artífice de los cantes que relacionamos por orden cronológico:

    "Taranta, cante matriz" (año 1888), en colaboración con El Pajarito,

    "Levantica" (año 1889),

   "Tarantillas" (hasta seis modalidades entre 1891 y 1902), algunas en colaboración con Chilares, El Pajarito,  Paco el Herrero y Pedro el Morato.

   "Cartagenera de El Rojo" (año 1895), con aportaciones de Paco el Herrero, Chilares y Perico Sopas.

   "Sanantonera",

  "Malagueña de El Rojo" (1896),

 "Verdial minero" (1901), con Pedro el Morato.

 "Fandango minero" (1902),

 "Taranta de Cartagena" (1903).

    Asensio Sáez, recogiendo el testimonio de Grau Dauset, señala que la "minera", cante insignia de la Sierra fue concebido en la cocina de la posada familiar con las aportaciones de ambos Grau, padre e hijo

     Por lo demás, si pudiéramos llamar amigos suyos a quienes testificaron sobre la muerte de Don Antonio, ocurre que ninguno de aquellos hombres formó entre los poderosos del siglo, pues no se conoce que ni Miguel Fructuoso, minero de la calle Zamora, ni Antonio Mercader, también minero, ni Miguel Gil, empleado, vecino de la Mina Cierva, habitantes en la periferia de la Villa, dispusieran de bienes de fortuna dignos de reseña cuando el último aliento de El Rojo.

    ¿Y después?. Querencia por la ciudad minera o imperativo de fortuna, María Dauset Moreno permanecerá en La Unión durante algunos años más. En efecto, casi cuatro años después de la muerte de El Alpargatero, entre las más de 30 mil almas que habitan el municipio en Diciembre de 1910, contamos dos miembros de la familia Grau Dauset en La Unión. Como cabeza, María, la almeriense viuda del patriarca (de ocupación, "su sexo", o sea, "ama de casa"). Sus hijos habían volado desde el hogar familiar donde sólo continúa Pedro, el benjamín, de 21 años de edad, de oficio "escribiente". Además, madre e hijo han dejado de residir en el cogollo de la ciudad y ocupan ahora la casa n° 22 de la calle Tranvía, paralela a la calle Mayor en dirección hacia Cartagena. 

     Finalmente, una oportuna visita al camposanto minero (Diciembre 2005) nos revela que en la desoladora parcela para párvulos del cementerio de La Unión reposan las únicas trazas de la estirpe que fijara en la ciudad de aluvión la cuna del cante de las minas. A ras de suelo, una lápida de mármol presenta, en mayúsculas, las vistosas señas de Manuel Dauset Moreno, de 5 años de edad, víctima mortal de la terrible difteria el 23 de Enero de 1894. El niño, natural de Madrid, era hijo de Francisco y de María, y contaba con los mismos apellidos que la esposa de El Rojo. No era, sin embargo, hermano de aquélla (¿quizá sobrino?), enlazados por el destino con un apellido común -Moreno- no infrecuente por estos lares y con el nombre de pila heredado del abuelo almeriense.

                    Pero antes, créanme, El Rojo se había puesto en pie.

                                       

   

Francisco José Ródenas Rozas

Licenciado en Historia. Archivo Municipal de La Unión. Murcia