Monumento a Antonete Gálvez Arce
Monumento a Antonete Gálvez Arce
J. Seguí

En 1838 una banda de salteadores de caminos cobró merecida fama, imponiendo su ley del terror, desde la huerta de Murcia hasta Cartagena.  Se trataba de la cuadrilla de bandoleros capitaneada por Agustín Hilario, natural de Torreagüera, (tierra que también había visto nacer personajes tan ilustres como Antonete Gálvez, que a la sazón contaba con 19 años).  A sus órdenes operaban Agustín Peñas Buso, Diego Muñoz Carreta y El Rojo de Totana.  En realidad, Agustín emulaba las andanzas de otro colega que alcanzó la cumbre de su prestigio como ladrón y criminal allá por 1818, es decir, veinte años antes.  Era Juan Pelegrín el Mozo, natural del vecino Algezares.

Algezares era conocido desde siglos atrás por ser un lugar de retiro espiritual gracias a su geografía apta para ello, tanto fue así que la propia Inquisición denominaba al lugar como la Villa de las Cuevas debido a la cantidad de ermitaños que vivían en su término municipal.  También de Algezares era la Virgen de la Fuensanta quien en 1694 desplazó a la Virgen de la Arrixaca en su patronazgo por Murcia y en 1701 se inauguró el Monasterio de la Luz. En las tierras bajas la población vivía de los yesos y el comercio de arrieros, principalmente. Pero no todos sus habitantes eran trabajadores y religiosos, sino que un porcentaje importante de la población de estas sierras se dedicó al contrabando o al bandolerismo.

Del paso de Juan Pelegrín el Mozo por la historia escrita apenas hemos hallado referencias, sólo disponemos del relato de su detención y muerte.  Era la madrugada del 12 de noviembre de 1818 cuando una banda organizada asaltaba a varios viajeros en la rambla de Serrano, situada en el puerto de El Garruchal, dato que hizo constar en las diligencias Agustín Fernández Costa como Secretario Mayor del Ayuntamiento de Murcia (en octubre de 1819).  Según aparece en el relato de los hechos, Juan Tovar, mayordomo del marqués de Campillo, salió del Partido de las Cañadas en compañía de Ginés Guillén, su hija, Diego Avilés y una vecina cuyo nombre desconocía el declarante, a lomos de burra. 

El cabeza de grupo que iba provisto de escopeta, se la dejó un momento a la mencionada mujer para encenderse un cigarro y en ese preciso momento se vieron de improviso rodeados por una gavilla bien armada.  Los bandoleros los apartaron del camino para ocultarse a la vista de otros posibles transeúntes y les obligaron a tenderse boca abajo en el suelo, los ataron e inmediatamente se dispusieron a registrarlos a fondo y robarles cuantas pertenencias llevaban encima.  Al tal Juan Tovar le quitaron siete u ocho duros; a Ginés Guillén de once a doce duros; a las mujeres fueron seis cuartos, un bollo, la capa, una manta y un lienzo blanco.  Además se llevaron la escopeta y una navaja.  Marcharon tranquilos dejando a sus víctimas de esa guisa y a su suerte, sin embargo, fueron reconocidos y denunciados lo que acarreó las oportunas investigaciones, persecución y por último su captura.  Al Mozo se le encerró en las Reales Cárceles y su condena fue de seis años de presidio en Ceuta.