A partir de 1848, ciertas enfermedades endémicas del gusano de seda, especialmente la pebrina y la flacidez, se convirtieron en epidemias que asolaron la producción de toda Europa.

La enfermedad de la pebrina o “negrillo”, denominada así por los puntitos negros que aparecían en los gusanos, fue descubierta por De Filippi de Turín y confirmada por Emilio Cornalia de Milán en 1856. Se trataba de una enfermedad hereditaria y contagiosa producida por el parásito Nosema Bombicis (González, 2001, p. 33).

La otra enfermedad, conocida como flacidez o muertes blancas, aunque no hereditaria, era muy contagiosa, y aparecía siempre en la cuarta muda, cuando ya se había hecho toda la inversión de la crianza. No había medios para poder curarla, pero sí era fundamental mantener bien desinfectados los espacios y garantizar la ventilación y el mantenimiento de unas condiciones medioambientales adecuadas, con la temperatura y la humedad bien controladas.

Ante esta situación, los criadores acudieron al noroeste de la provincia para adquirir semillas libres de enfermedades y más tarde, las buscaron en otros sitios de la Península, pero poco después se comprobó que todas las semillas estaban infectadas. La crisis de las epidemias afectó a la sericultura en toda Europa en la década de los sesenta y en la Península, millones de moreras fueron arrancadas para no ser replantadas, sino sustituidas por otros árboles frutales. Únicamente las provincias de Valencia y Murcia siguieron dedicándose al cultivo de la morera y cría del gusano de forma intensiva, mientras que en Andalucía, Aragón, Cataluña y Toledo prácticamente se abandonó la sericicultura.

Louis Pasteur, animado por su antiguo profesor Dumas, estudió e identificó ambas enfermedades, publicando sus descubrimientos y las normas para evitarlas o prevenirlas en 1870. Para erradicar la enfermedad de la pebrina, el primer paso consistía en retirar de las cosechas todas las simientes infectadas y, para detectarla, era necesario usar microscopios que permitieran identificar las mariposas que estaban infectadas y separarlas de las que estaban sanas.

No sólo las epidemias, la caída de precios con la apertura del canal de Suez y la entrada de producto textil oriental, provocaron la crisis del sector sedero, actividad que sería abandonada de forma definitiva en muchas provincias españolas y, también, en tradicionales zonas sederas de nuestra región (Baleriola, 1894). A pesar de la bajada de los precios experimentada a partir de la crisis de las plagas, en Murcia se mantuvo la actividad sericícola de forma excepcional. Una de las razones fue que los beneficios de la pequeña producción estacional de capullo de seda ayudaban al huertano a sobrellevar la economía familiar, aprovechando también la mano de obra infantil y femenina (Picazo y Lemeunier, 1996, p. 112).

Pero a pesar de la supervivencia de la actividad sericícola, el moreral desaparece en régimen de monocultivo, apareciendo parcelas en las que incluso estos árboles han sido relegados a los márgenes o mezclados con otros árboles frutales o cultivos de regadío (Picazo, Martínez y Pérez, 1993).

Del trabajo artesanal de la seda sólo se mantuvo el hilado, gracias a los negocios de especulación sedera de Eleuterio Peñafiel, Manuel Nolla y Marín Baldo, que compraban materia prima para sus socios franceses. Durante los años centrales del siglo XIX, se instalaron en la capital murciana varias hilanderías, que pronto fueron absorbidas por capital francés. Destaca la denominada la Fábrica Grande, de los señores Palluat, Combier y Testenoire de Lyon, que estaba situada en Puertas de Castilla y era considerada como una de las mejores hilanderías de la Península. Otras hilanderías francesas fueron la de Achilles Roger, Augusto Gachou e Hilarión Roux y una de propietario local, la de Eleuterio Peñafiel (Picazo, 1996, p.115).

Las empresas francesas hilaron la seda en Murcia, junto al lugar de producción de la materia prima, para luego exportarla a los puertos mediterráneos franceses. Con la instalación de estas fábricas y la aparición de las máquinas de vapor, se produce cierta modernización en la industria textil de la capital murciana (Martínez Carrión, 2002, p. 269). Pero a pesar de los avances tecnológicos introducidos en estos años, favorecidos por la inversión francesa en las fábricas murcianas, no se evolucionó al ritmo de otros mercados, a lo que la crisis de la pebrina tampoco contribuyó. Conforme avanza el siglo, las medidas proteccionistas francesas favorecieron las hilanderías propias y pasaron a exportar directamente el capullo de seda. El negocio de la seda siguió funcionando, pero dejó de tener el protagonismo que había tenido en siglos anteriores, ocupando a partir de ahora un lugar más secundario.

Antes de la plaga, las hilanderías contaban con unas 3000 calderas. Lyon había llegado a recibir de Valencia y Murcia, 500.000 kg de seda descapillada. Después de la crisis de la pebrina, el número de hilanderías en Valencia, Murcia, Granada, Sevilla y Talavera disminuyó considerablemente. A finales de siglo, las fábricas de hilar seda que aún existían en Murcia sobrevivían gracias a la exportación de capullo a Francia y a la producción de hijuela (Olivares, 2005, p. 289).