Jorge A. Eiroa Rodríguez


 

La producción de seda en la Murcia Andalusí

 

La elaboración de tejidos de seda es una práctica conocida al menos desde hace 8.500 años, tal y como sugieren algunas evidencias biomoleculares recientemente halladas en tumbas neolíticas chinas (Gong et alii, 2016). Bizancio debió servir de intermediario en su llegada al Próximo Oriente, posiblemente en el siglo VI, según indican algunos testimonios casi legendarios que narran la llegada del secreto de la sericicultura a la corte de Justiniano por mediación de monjes nestorianos o de un misterioso intermediario persa.

Sin embargo, fue con la expansión islámica cuando se difundió este saber técnico por todo el territorio conquistado a partir del siglo VII: los musulmanes, en poder de una buena parte de las rutas de la seda y de sus prolongaciones por el norte de África y la Península Ibérica, difundieron la técnica de la sericicultura en todo su imperio.

Así, Al-Andalus se convirtió en el primer territorio del continente europeo en el que se puede reconocer la cría del gusano de seda de forma masiva, tal y como recoge el conocido Calendario de Córdoba en 961; en este documento se desglosa el ciclo anual del trabajo de la seda, describiendo minuciosamente las complejas faenas agrícolas ejecutadas, desde la plantación del moral hasta el molinaje de la seda, que se enviaba ya hilada a los telares. La seda había dejado de ser algo extraordinario que llegaba a Europa desde regiones misteriosas y lejanas para convertirse en un producto habitual.

En torno a la seda se organizó una industria de lujo basada en una nueva tecnología capaz de abastecer de tejidos no solo al mercado andalusí, sino a los territorios cristianos del norte y al resto de los enclaves del mundo islámico (Rodríguez Peinado, 2012, p. 269).

Los tejidos de seda se convirtieron en una fuente generadora de riqueza, activadora de los intercambios interterritoriales, y se erigieron en eje de una de las principales actividades industriales del mundo andalusí.

Cuando Al-Idrisi habla de 3000 aldeas jiennenses y 600 en las Alpujarras que se dedicaban por entero a la producción sericícola en el siglo XII, está retratando a una industria que, en virtud de su enorme especialización, demandaba poblaciones enteras dedicadas a los distintos procesos de manufactura. Las sedas hiladas embarcaban en los puertos de Málaga y Almería en dirección a Alejandría o Constantinopla, donde eran muy demandadas.

A mediados del siglo VIII ya debían existir talleres organizados. Los talleres textiles oficiales o de tiraz, en especial los de Córdoba, compitieron, por su elevada calidad, con los de Bagdad o Bizancio, en especial a partir del siglo X. Estos talleres oficiales coexistieron con numerosos talleres de carácter privado que funcionaban en todo el territorio de al-Andalus, en especial en las ciudades.

Algunos lugares, como Almería, llegaron a acoger 800 talleres séricos, según se desprende del testimonio de Al-Idrisi. Los núcleos urbanos se abastecían de la producción sericícola de los territorios rurales dependientes, en permanente conexión. La cría de los gusanos y la producción de seda en el espacio rural andalusí ha sido muy bien ilustrada a través de los textos jurídicos que regulaban el cultivo del moral desde el siglo X (Lagardère, 1990).

Murcia no debió ser ajena a todo este proceso. A pesar de que no tenemos evidencias arqueológicas de los talleres serícolas urbanos, no hay dudas de su existencia y relevancia. Distintas fuentes escritas árabes elogian la calidad de los textiles de seda murcianos de los siglos XI al XIII. Según la Crónica del moro Rasis (al-Razi) en el siglo X, en la cora de Tudmir «labrauan muchas buenas telas de pannos de seda». Al-Udri, en el siglo XI, afirmaba que «en el distrito de Tudmir hay excelentes talleres de ricos bordados (tiraz) e industrias exóticas de alfombras de tapices y de los llamados de Qartayanna (Cartagena)».

Tal y como afirmaba Ibn Sa’id, Murcia destacaba «por la excelencia de los mantos y brocados de todas clases que se fabrican en ella». Sin alcanzar la fama de los textiles almerienses, algunas creaciones de la seda murçí, en especial del tejido lujoso denominado al-guaxí o alguasi, consiguieron cierto prestigio en los circuitos comerciales peninsulares e internacionales (Martínez, 2009, p. 214). Sin duda, la presencia genovesa y pisana en las costas de Tudmir, al menos desde el siglo XII (tal y como atestiguan los acuerdos comerciales con Ibn Mardanish de 1149, 1150 o 1161) debió canalizar (y activar) esta producción de tejidos de alta calidad, que encontraban salida con facilidad en los mercados mediterráneos.

La actividad de los talleres textiles dedicados a la producción de seda que, con seguridad, se distribuirían por todo el entramado urbano de Murcia, debió coexistir con otra actividad doméstica más modesta, menos estandarizada, que ha quedado atestiguada en las excavaciones arqueológicas mediante el hallazgo de pequeñas torteras (parte final del huso) y torres de rueca para el hilado o “sacado” (formando madejas o mediante la unión de diversos filamentos a través de la torsión manual, produciendo el hilo fino de seda cruda), construidas en hueso: unas piezas arqueológicas tradicionalmente mal interpretadas (como mangos de cuchillo o piezas de ajedrez) que han aparecido con relativa frecuencia en las excavaciones de algunos núcleos urbanos como Murcia, Lorca o Cartagena, pero también en algunos contextos rurales como Yakka (Yecla) o Tirieza (Lorca). Estas piezas de hueso ilustran una actividad de hilado mucho más modesta que escapa a las referencias de las fuentes escritas árabes y que, sin embargo, debió constituir la base fundamental de la enorme actividad sericícola andalusí.

Esa actividad a pequeña escala, de hilado, coexistía con la de talleres avanzados, que no dudaban en emplear importantes avances técnicos, como los telares de tiro (para la realización de tejidos labrados), documentados desde el siglo XI. El tejedor andalusí también podía disponer, por tanto, de una desarrollada tecnología. El poeta valenciano al-Rusafi (1141-1177) evocaba así su imagen (López Redondo, 2012, p. 14): «Un gacelón cuyos dedos se mueven entre los hilos como el pensamiento en el poema de amor Alegre, sus dedos juegan con la lanzadera en la urdimbre como los días con la esperanza Apretando los hilos con sus manos o tanteando el suelo con el pie, es como el antílope que se debate en las redes del cazador»