Hablando del Cante de las Minas
Los Cantes Mineros hacen alusión a la configuración de un grupo de cantes que surgen de la confluencia de factores como la fuerte corriente migratoria hacia las cuencas mineras desde los años 40 del XIX, y el intercambio de costumbres y tradiciones entre andaluces y murcianos. Esto último llevaba la consiguiente mezcla, y el cruce, entre los cantes tradicionales y los fandangos locales.
La vida en la taberna y en la mina determinó la proliferación de los cafés cantantes donde se localiza la existencia de este lenguaje, reflejo de una realidad social.
Y es por todo este cúmulo de circunstancias que resultaría imposible entender el surgimiento de estas voces sin comprender antes los procesos históricos y sociales que enmarcan su nacimiento. Entre estos procesos destacan la evolución en las cuencas mineras de la Sierra de Cartagena-La Unión, y los factores y circunstancias intrínsecas a ese desarrollo.
El despegue minero de la Comarca de Cartagena (1840)
El trayecto que tomó la minería cartagenera determinó la aparición de una expresión folclórica que nace en el interior de túneles y galerías, en la gente cuyas vidas quedaron marcadas para siempre por el mundo de la mina.
El incipiente desarrollo industrial que estallará en el siglo XIX en toda Europa se tradujo en un incremento de la demanda de materiales mineralógicos, entre los que cobró protagonismo el plomo. Precisamente de este mineral existían importantes yacimientos en La Unión, que se convirtió en la 'Nueva California' con la reapertura de sus viejas minas romanas.
En los años 40 de esa centuria se asiste al despegue de la minería española en general y de la unionense en particular, alcanzando un puesto muy destacado dentro del panorama minero. Comienzan a realizarse varias explotaciones a cielo abierto y a instalarse las primeras fundiciones del metal, con lo que se obtuvieron importantes beneficios.
La demanda exterior fue la principal precursora del auge minero de la cuenca cartagenera, especialmente por su estratégica posición junto al mar, que le permitía un mejor transporte de los minerales.
Se habla en la prensa de la época de una auténtica obsesión minera cuando aparecen por todo el distrito minero buscadores de diversa procedencia y origen intentando ver realizados los sueños de fortuna que prometían las suculentas riquezas minerales de la zona. El ciclo inicial de la minería cartagenera, iniciado en 1840, obtuvo grandes resultados, parecía que por todos lados iba a surgir un nuevo criadero de mineral.
Este período de arranque culmina a finales de la década de los 40 como consecuencia del agotamiento de gran parte de los depósitos que habían sido reaprovechados. El retroceso también se vio fomentado por la dificultosa reconversión del sector hacia un tipo de explotación alternativa que requería de altas inversiones. La vida en las minas peninsulares siempre estuvo marcada por la falta de políticas mineras acertadas, y una pésima planificación para las explotaciones.
Reactivación de la minería a mediados del siglo XIX
No obstante, en la década siguiente se asiste a un nuevo impulso minero. Si antes había sido el plomo el protagonista ahora le tocaba el turno a los sulfuros metálicos y a las explotaciones subterráneas.
Este empuje fue posible gracias a la aportación de los capitales extranjeros, que dotaron a las minas de la Sierra de instalaciones y materiales modernos.
Se dice que ésta fue la época dorada de La Unión, doblándose su población hasta llegar a convertirse en la cuarta ciudad de la Región de Murcia.
Pero el mundo minero está sujeto a las oscilaciones marcadas por el mercado del metal y los avatares políticos y económicos de cada momento. Por ello, entrado el siglo XX, la evolución económica de las minas se vio truncada por los acontecimientos bélicos que protagonizaron las primeras décadas del novecientos. Durante ese período La Unión pasó de ser una de los lugares más importantes demográficamente a convertirse en una ciudad fantasma.
Tras la Guerra Civil española llegó el monopolio de las multinacionales
Habría que esperar al final de la Guerra Civil para que las minas unionenses conocieran un nuevo resurgimiento, acompañado esta vez por la introducción de los lavaderos de flotación y la reanudación de la minería a cielo abierto, bajo el monopolio de la multinacional Peñarroya. En 1953 el Lavadero Roberto, instalado en Portmán, llegó a ser el más grande de Europa.
En los años 60, momento en el que se recupera el interés de los cantes mineros con la creación del Festival del Cante de las Minas de La Unión, el desarrollo minero volvía a cobrar fuerzas de mano de las empresas multinacionales.
Sin embargo, tras las primeras ventajas económicas pronto se haría visible la inviabilidad de continuar con unas explotaciones que ya no resultaban rentables, y que tantos perjuicios estaban ocasionando al medio ambiente.
Se conseguiría, no obstante, dejar a un lado la importante crisis derivada del cierre definitivo de las minas de La Unión en el año 91, sacando más que nunca el orgullo de ser unionense y minero mediante la reafirmación de su Festival y de su cultura autóctona, que recuperaba todo el pasado de la minería cartagenera.
Andaluces en las cuencas mineras murcianas
Los ecos de la prosperidad de las minas que llegaban desde tierras murcianas calaron en muchos andaluces que decidieron emprender el viaje en busca de riquezas.
La precaria situación que atravesaba el campo andaluz determinó en gran medida el enorme éxodo que se produjo en las décadas centrales del XIX hacia la Sierra Minera de Cartagena- La Unión.
La importancia del sector plumbífero en el XIX también se había dejado sentir en las zonas más orientales de Andalucía, como los fructíferos yacimientos de Almería. El declive de sus explotaciones como consecuencia del intenso laboreo determinó la salida de esos trabajadores hacia otras direcciones.
Los intensos flujos migratorios acontecidos en los principales enclaves mineros han sido señalados como determinantes a la hora de explicar el nacimiento de los cantes levantinos. La relevancia demográfica y sociológica que sucumbió a las grandes corrientes de buscadores de fortuna quedó de manifiesto en la proporción de la población autóctona de la zona unionense frente a la población foránea, cuyos efectivos los superaban con creces.
Esta absorción estará presente en los rasgos definitorios del pueblo unionense que llegan hasta hoy día.
No obstante, las grandes expectativas depositadas en los resultados económicos dados por la actividad minera hicieron que más tarde el desengaño fuera mayor. La realidad de los sueños no es siempre como se piensa y las condiciones sociales y laborales que surgían intrínsecas a la minería hicieron que las aspiraciones e ilusiones con las que muchos habían llegado no se vieran recompensadas.
Las condiciones sociolaborales supusieron el nacimiento del cante
Manos y pies agrietados, polvo en el pecho, humedad en los huesos, el sonido ronco de las voces y olor a agua sucia. Los mineros no se encontraban en condiciones de trabajo deseables. Una doble desesperanza invadía a estos obreros de la mina, la que dolía en el cuerpo y en el alma.
La situación laboral de- la mina era muy precaria, al igual que ocurría de forma general en la sociedad sumergida en la incipiente industrialización del XIX. Duras y largas jornadas de trabajo acompañadas de unos salarios demasiado bajos, trabajo infantil, ausencia de descanso semanal, o la precariedad en las condiciones higiénicas y sanitarias, era el pan diario de estos trabajadores asalariados.
A la peligrosidad de la actividad minera, expuesta a numerosos accidentes bajo tierra, se le unía el alto riesgo a contraer enfermedades ligadas a este trabajo (Silicosis). La carencia de seguros sanitarios o laborales que cubriera cualquier incidente hacía que los mineros se encontraran indefensos, pero no callados. Pero había algunas acciones de los arrendatarios que acrecentaban el malestar y las protestas. Entre ellas la explotación irracional, o el sistema de vales practicado mediante el que el sueldo era pagado con unos abonos que debían canjear por productos en las tiendas que pertenecían a los propios propietarios mineros y que estaban a precios mayores que los del mercado.
Esta situación provocaba la ira e indignación de estos hombres que no veían recompensados sus esfuerzos. Es precisamente ese el germen del flamenco “que huele y sabe a mineral”, el de los quejíos y lamentos que encierran la rabia de esas gentes, la expresión de sus sentimientos a través de lo que acabaría conociéndose como los cantes mineros.