El último tercio del siglo XIX concentró varios de los conceptos pictóricos que preceden a lo que podríamos entender como pintura contemporánea. Si durante el momento de la regente Isabel II observamos, como denominador común, la pintura romántica y visos de la pintura historicista y cercana a los neoclasicistas europeos, con las temáticas mitológicas como mejor ejemplo de las tendencias del XIX, a finales de esta centuria emerge una pintura más personal que en Murcia tiene su mejor ejemplo en la pintura costumbrista, también llamada regionalista.

     La pintura costumbrista se puede enmarcar dentro del romanticismo y se ha considerado una reacción al academicismo imperante, a esa especie de normativa que emanaba de academias como la de San Fernando, decisivas en la articulación de los nuevos profesionales liberales pero demasiado exigente al final en cuanto a estilos y temáticas. El costumbrismo rompería con lo “establecido” para abrirse a una pintura de campo, del estudio y los modelos reglados se pasaría al paisaje y las temáticas corrientes de la realidad que circunda al pintor.

     En Murcia el costumbrismo se advierte en los temas que tienen a la vida huertana como protagonista de las obras. Ya pintores como Ruipérez Bolt habían dado algún ejemplo de temática costumbrista pero son Gil Montejano, Adolfo Rubio, Obdulio Miralles, Medina Vera, Seiquer y otros quien más tiempo y obras dedican a la pintura costumbrista.

     José María Sobejano optaría por una pintura más concentrada, con toques casi naïf, utilizando el dibujo para precisar las grandes dosis de costumbrismo de sus escenas, como las dedicadas a los juegos de bolos, Mientras rula no es chamba (1875), o las escenas cotidianas, Palique huertano.

     Tanto José María Alarcón como Adolfo Rubio, ambos pintores nacidos en torno a 1850, muestran un estilo personal pero muy parecido, quizá dentro todavía de los márgenes academicistas. Se dedican a los temas costumbristas con escenas de la vida cotidiana en composiciones que respetan un orden geométrico, un formalismo que no se atreve con postulados más “valientes”. Títulos como Una partida de Bolos o Una partida de Malilla, de Alarcón, o Idilio huertano (1880) de Rubio, son buena muestra de esta pintura amable que recuerda por momentos a los cuadros historicistas.

     Juan Antonio Gil Montejano, nacido también en 1850, es un pintor con intereses que lo desvinculan de lo académico y lo acercan casi a los paisajistas y a su admirado Goya, que puede advertirse en las tonalidades que utiliza y la aparente imprecisión de la pincelada. Pero cuadros como Viático en la Huerta, de 1872, lo acercan a las escuelas de Barbizon, Corot y Millet.

     José Miguel Pastor y Enrique Atalaya ofrecen obras de un gran contraste con respecto a los pintores mencionados. Se trata de una pintura de modelo, no tanto de escenas, el costumbrismo queda en los trajes, en los detalles, quizá en el paisaje que se adivina en composiciones en los que la figura, en ocasiones única figura, concentran la atención del espectador. El color se apodera de las obras dejando a un lado el dibujo.

     La obra de Medina Vera, corta debido a su muerte a los cuarenta y dos años, tiene connotaciones que nos acercan a pintores de la talla de Sorolla, con ese gusto por la pincelada amplia y las escenas al aire libre en las que la luz y aspectos con el viento quedan reflejados.

     Del costumbrismo formal, casi historicista, pasamos a la visión certera de Obdulio Miralles, pintor nacido en 1867, que en cuadros como El Crimen de la taberna o Niño con perro da muestras, además de una maestría técnica evidente, de una clara apertura a la pintura europea que plantea otra pintura, alejada del tema y más concentrada en las posibilidades de la pintura en sí.

Sacra Cantero Mancebo