F. Salzillo. Izq. San Antón (boceto). 1746. Museo Salzillo. Dcha. Cabeza de San Antón. 1746. Monasterio de Santa Ana. Murcia
F. Salzillo. Izq. San Antón (boceto). 1746. Museo Salzillo. Dcha. Cabeza de San Antón. 1746. Monasterio de Santa Ana. Murcia
Fundación Cajamurcia
J. de Arfe. De varia conmesuración para la escultura y la arquitectura. Colección particular. Murcia
J. de Arfe. De varia conmesuración para la escultura y la arquitectura. Colección particular. Murcia
Fundación Cajamurcia

     No debe de extrañar entonces que el título de esta sección lo haya prestado el escultor y tratadista del renacimiento italiano Pomponio Gaurico y que su desarrollo siga el guión establecido por la reducida literatura dedicada a la escultura. En su complicado proceso de formación el artista, según Pacheco, había de hacerse diestro en el dibujo y en la observación del natural. Eso es lo que quiso decir el arranque de esta sección con el epígrafe rasguños, dibujos y cartones, primeras experiencias del principiante, que daban paso a un nivel más elevado en el que las manos ya no bastarán como instrumento imprescindible sino el caudal de conocimientos que prestan los llamados por Arce y Cacho (el escultor de Carlos IV) los amigos más fieles y sabios, es decir, los libros en los que el aprendiz encontraría quanto necesite tu curiosidad estudiosa, paso siguiente en el que la condición ingenua (es decir, aprendida de ingenio) de la escultura encuentra su fundamentación teórica. Si tenemos en cuenta que Salzillo estudió en el colegio jesuítico de la Anunciata de Murcia Artes, Filosofía y Matemáticas, en donde existía una extensa y rica biblioteca actualmente en el Palacio Episcopal tras la supresión de la Compañía, valoraremos el acceso a unas fuentes tan ilustres como la Simetría del cuerpo humano de Durero, Las vidas de Vasari (la segunda edición con sus ilustraciones) y otros textos, felizmente conservados en los que se cimentó la cultura visual, humanística y teórica de Salzillo. Tratados de arte, documentos jurídicos, libros de anatomía y de medicina, física, historia y religión son algunas de las claves que explican la escultura como un arte originado en la inteligencia siguiendo la estela que los tratadistas formularon en sus reivindicaciones sociales.

     No resultaban banales los recuerdos a los textos consagrados. La exposición ofrecía la biblioteca básica de un artista y los recursos empleados en el estudio del cuerpo humano, sus secretos anatómicos, el sistema de proporciones, las variaciones de la perspectiva y cuantos principios regían la creación artística en la medida en que constituían un inestimable caudal de conocimientos y consolidaban su autoestima hasta el punto de reclamar el reconocimiento de sus contemporáneos –el aplaudido maestro de España fue llamado– y de exigir la distinción secular hecha por los monarcas al considerar a los artistas sujetos acreedores a ciertas exenciones fiscales.

     Todo este proceso recordado por los libros y documentos relativos a obras concretas o a situaciones excepcionales tenían su principio en la secuencia de bocetos y de etapas propias de la elaboración de una escultura. Cada vez que una exposición ha abordado la labor escultórica de un determinado maestro, los criterios metodológicos han versado sobre la programación cronológica e iconográfica de sus obras. No recuerdo haber asistido a una muestra que haya variado la inercia habitual de mostrarlas según esos criterios, válidos pero no suficientes para explicar el triunfo de un artista como Salzillo. Los motivos por los que trescientos años después de su muerte se le rendía tal tributo no obedecían sólo a razones emotivas de quienes deseaban recordar a un antecesor tan ilustre. La idea de considerarlo el mejor intérprete de la sensibilidad “fronteriza y mediterránea del murciano”, sería la consideración final de todo el proceso, pero no respondería a la cuestión esencial trazada por el argumento.

     El convencimiento mostrado por el artista de ser merecedor de un puesto relevante en la sociedad de su tiempo viene determinado por ese compromiso intelectual que define su formación. Nada más elocuente que mirar el ambiente de un taller para comprender el alcance de la responsabilidad adquirida. Un obrador de escultura era un lugar lleno de objetos diversos almacenados o dispersos por el suelo, ruidoso y polvoriento, en cuyos anaqueles se disponían de forma libre y desordenada, libros, estampas, bocetos y dibujos. Maestro y aprendices observaban las líneas propuestas por aquellos esbozos de líneas y volúmenes sugeridos en los que latía la vida futura de sus obras. Por eso, en la exposición el boceto ocupó un lugar singular como parte del proceso artístico y como elemento definidor de la obra final siempre considerado como objeto de gran valor intelectual.

     La sugerencia de formas y volúmenes plasmada en el momento del encargo no siempre debe quedar necesariamente vinculada a una obra concreta sino que ofrece variantes para el aprendizaje por ser fórmulas estudiadas y reelaboradas en composiciones mixtas y en ocasiones el resultado de un puro deleite estético, a medio camino entre la pauta a seguir y el obligado proyecto. Decía Carducho, otro de los artistas- escritores presentes en la exposición, que el escultor meditaba, razonaba hacia conceptos e ideas y creaba imágenes interiores, de forma que en aquellos pequeños modellini ya quedaban sugeridos los rasgos definitivos.

     De esta forma no quedaba únicamente satisfecho el compromiso del artista con sus patronos como cabeza del taller, sino que asimismo se fijaba la jerarquía del mismo basada en una disciplina que regulaba las diferentes responsabilidades y remitía siempre al maestro los signos diferenciales de su estilo.

     Todo ese rico material es una fuente imprescindible para conocer el taller y justificar así el predominio de su nombre por encima de las diferencias personales de forma que todos los oficiales y aprendices asimilaron su estilo hasta quedar sometidos a su irrefutable originalidad. Ya dijimos en su momento que “la grandeza del taller no sólo fue posible por la calidad de las obras creadas sino por la fusión de las identidades orientadas por el maestro”.

     El boceto, elaborado en la inteligencia en su condición de idea –de Salzillo se conservan cincuenta y dos– era la demostración de cómo el escultor había robado la vida al cielo siguiendo el rastro de Prometeo. Los dioses infundían vida a la arcilla de la misma forma que el escultor iba definiendo su obra por medio de pasos intermedios: dibujo, boceto modelado con las manos, boceto de presentación coloreado, anticipador del resultado final, y obra definitiva advertían al visitante del mensaje proteico del escultor dando vida a sus criaturas. Esa proximidad y las cualidades de modelado y expresión perceptibles en un pequeño esbozo hacían más real la sensación de vida escondida. Una vida que parecía latir con la misma intensidad en esa simbólica existencia que la admirada en sus obras de mayor empeño. Si sus contemporáneos reaccionaron a la vista de sus grupos procesionales dotados de la capacidad de producir “ternura y lágrimas” fue porque el trabajo del escultor, resuelto a mostrar su obra como elemento de comunicación, había decidido ahondar en la naturaleza humana y en su capacidad de expresión.

     Dotado de un gran conocimiento fisiognómico Salzillo escrutó los rostros de sus protagonistas hasta convertirlos en arquetipos humanos, algunos –como la Oración en el Huerto– presentes ya en el imaginario artístico europeo. Si alguna vez escultura y escenario se fundieron para lograr un perfecto equilibrio entre arquitectura e imagen, entre simbolismo y realidad, fue precisamente en la ermita de Jesús donde se alcanzaron algunos de sus más admirables logros. Ese espacio articulaba todo el recorrido porque constituía su climax expresivo tras haber andado el visitante los angostos caminos de la historia.

     Si el escultor, como sugería el título de la muestra, fue testigo de su siglo, ahora se empezaba a comprender la veracidad de tal afirmación. En la escultura procesional española Salzillo afrontó uno de sus más brillantes retos. Fue el broche final a varios siglos de geniales soluciones y un legado original y personal del arte español al arte europeo. Pero no fueron sólo estas  onsideraciones las únicas tenidas en cuenta, sino las que escondían las nuevas reglas del mecenazgo y su transformación intencional a lo largo del siglo XVIII. Coincidiendo con la consolidación del nuevo modelo procesional un aristócrata, Joaquín Riquelme, había emprendido la profunda renovación de los bienes tangibles de la institución y comprometido con el escultor un programa artístico ambicioso que hiciera de la manifestación pública y colectiva de la cofradía de Jesús sus verdaderas señas de identidad. Pero este Riquelme, educado en las generaciones de aristócratas del último barroco, pretendía la transformación de los misterios representados y de su significado iconográfico para que reflejaran el cambio de mentalidad propio y el de una institución consolidada dispuesta a legitimar su prestigio social mediante los logros del arte. La nueva imagen de la procesión fue la querida y lograda por Riquelme y Salzillo, conscientemente alejados del espíritu ascético inicial. Un Vía crucis urbano, según fueron las intenciones de sus fundadores, ahora se convertía en una inmensa fiesta, cuyo escenario, la ciudad que recorría, contemplaba el cortejo vestido con las galas propias de la época y dialogaba, entre sorprendida y admirada, con la complejidad de los medios utilizados por ese gran teatro inanimado.

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