En la pauta iconográfica trazada por la fachada principal de la catedral de Murcia el apóstol Santiago coronaba la peineta de remate a modo de corolario de todo el programa escultórico resumido en el valor simbólico de la cruz que portaba. La presentación del santo se alejaba conscientemente del sentido militar y guerrero que le había dado la iconografía tradicional para adoptar una función distinta de la del miles Christi acostumbrado y, así despojado de los signos propios nacidos con la Reconquista, recuperar la función peregrina y evangelizadora que convenía al significado global de la fachada y fundamentaba la antigüedad del obispado. De esa forma, el mensaje desplegado volvía a insistir en que la realidad histórica representada por la diócesis de Cartagena era anterior a la formación de los otros reinos peninsulares de cuya existencia –mundo visigodo y castellano– se daba cuenta, poniendo énfasis en destacar el significado evangelizador del apóstol cuya realidad era anterior y más noble que las otras realidades políticas, sometidas siempre a los designios divinos.

     Ese mensaje aludía al origen de la evangelización de Hispania representada en el valor simbólico de la cruz alusiva a la figura de Cristo, pues la intencionalidad de los argumentos retóricos y plásticos expresados en aquella gran obra tenían, desde sus orígenes, el mismo efecto exaltador que el que relataban las páginas de las historias, editadas a mediados del siglo XVIII coincidiendo con el clima reivindicador de la historia local.

     El simbolismo de una portada que había sido la clave del argumento de esta exposición obligaba, pues, a dedicar su fin a este capítulo tan importante de la iconografía cristiana, consciente, además, de que en el reino de Murcia las obras que ilustraban estos pasajes eran tenidas entre las más estimadas del arte español.

     Una biografía había de quedar sometida al rigor cronológico dentro del cual la calidad de las obras o su rareza se convertían en los ejes de la explicación. Para contar aquella singular vida, el alabastro procedente de Cartagena, hoy en el Museo Arqueológico Nacional, volvía otra vez a las tierras de donde salió porque, llegado en el siglo XV con destino a la llamada Catedral Vieja de Cartagena, testimoniaba las relaciones comerciales mantenidas con territorios distintos a los habituales. Tal era el inicio de un capítulo final entendido como coronamiento del edificio simbólico que la exposición representaba y como página brillante de un repertorio de imágenes que mostraban obras conocidas de Salzillo –Belén, San José de Santa Clara la Real, las Sagradas Familias, la Caída o la Virgen de las Angustias– junto a otras llegadas de diferentes lugares integradas por selectas piezas de escultura o pintura por su conveniencia iconográfica. Sin embargo, conviene destacar ciertos efectos provocados por el consciente montaje de las obras, su proximidad y vinculación. Mientras el Nacimiento de Salzillo se exponía como relicario, menudo y delicado, como joya y símbolo del Belén español, un rincón dedicado a la infancia de Cristo, el de San José y las Sagradas Familias, evocaba los encantadores relatos nunca tenidos en cuenta por los evangelios sinópticos que guardaron un significativo silencio sobre la infancia de Cristo, cuya laguna los apócrifos tuvieron que rellenar. La figura de San José revela en Salzillo a uno de los artistas que mejor comprendieron la visión tan distinta que tuvo del santo el arte español, desde que Santa Teresa revalorizara el oscuro papel tradicionalmente asignado al patriarca para darle un protagonismo hasta entonces desconocido. Este cambio en su interpretación iconográfica se percibía dejando resbalar la mirada desde el José tedioso y aburrido de la Sagrada Familia de San Miguel de Murcia al christophoros que da la mano al Niño o al que representa la visión de San Francisco de Sales como Trinidad de la Tierra. Esas figuras delatan el mundo de sugerencias simbólicas y de aspiraciones sociales, tendentes a destacar el valor y función de la familia como uno de los objetivos de las acciones emprendidas por la corona en el siglo XVIII, para la que se ofrecía como guía y símbolo al patriarca San José.

     Los emotivos efectos pasionarios mostraban las condiciones escénicas de las esculturas, pensadas para deslumbrar, con la expresiva dirección de sus gestos y miradas y con los asombrosos movimientos de sus brazos, a los ocasionales asistentes al teatro inanimado que recorría nuestras ciudades. Las relaciones artísticas de Salzillo más allá de su área natural quedaban igualmente explicadas por la unidad cultural surgida de ciertas demarcaciones religiosas y por la difusión promovida por algunas órdenes monásticas. El Cristo del Corpus y Las Lágrimas de San Pedro eran el colofón necesario a tan brillante recorrido. Desde la Vida de la Virgen hasta la Asunción uno de los capítulos más importantes de la pervivencia de las imágenes quedaba cubierto.

Logo Cajamurcia

Logo Huellas