Era la otra cara de la vida del hombre, la que tenía lugar en su encuentro a solas con Dios. En la casa y en el convento se desarrollaron otras formas de piedad que mostraron una realidad artística diferente, según se tratara de ensalzar la propia historia de las órdenes religiosas unidas a la gloria del fundador o se pretendiera depositar las vivencias personales, íntimas y privadas, en objetos delicados y menudos pensados para satisfacer las exigencias de una piedad silenciosa.

     La exposición Huellas no podía olvidar la realidad de ese otro mecenazgo escondido en la misteriosa realidad de los monasterios. Las Tentaciones de Santo Tomás, lienzo pintado por Velázquez, era la referencia monumental a ese mundo lleno de incógnitas. Por eso, para facilitar la comprensión de un mundo desconocido, esta sección se desarrollaba según criterios que desvelarán los secretos de esa misteriosa realidad.

     Una fundación requería la existencia de licencias y permisos que facilitarán su asentamiento de acuerdo a ciertas normas reales que no mermaran la hacienda de la corona y dejarán a salvo la atención espiritual de los fieles sin competencia posible con las parroquias. Santa Teresa redactaba las condiciones de lo que se había de hacer en Caravaca; San Juan de la Cruz estaba presente en la fundación de la rama masculina de la orden en aquella ciudad, el Libro Becerro dejaba constancia de la vida monacal en cualquiera de sus aspectos más sobresalientes, las biografías ofrecían a la memoria histórica el recuerdo de los fundadores, los santos titulares amparaban la vida de la orden y, en fin, los menudos objetos personales, en forma de esculturas, niños de fanal, urnas y escaparates, mostraban las claves sicológicas de esa otra realidad velada por el misterio giratorio del torno.

     Un sector excepcional estaba ocupado por las grandes esculturas de los santos fundadores. San Jerónimo y San Agustín eran dos colosos de entidad diferente. Ambos eran considerados fundadores legendarios de dos órdenes –jerónimos y agustinos– que nunca habían fundado. Puestos bajo su advocación los primeros, favorecidos por la monarquía, habían levantado un poderoso monasterio en las cercanías de la ciudad. En un lugar determinado del crucero monacal el santo había sido admirado como versión magistral de la realidad ascética con que el barroco lo consideró. Despojado del sentimiento intelectual que le diera el Renacimiento, era su poderosa anatomía la que cautivaba, convertida en punto excepcional de contemplación, haciendo inútiles los pormenores iconográficos que aludían a sus funciones intelectuales, aquí menos valoradas por el sentido penitencial de su retiro como eremita.

     San Agustín, por el contrario, era el gigante ideado por Salzillo para simbolizar la lucha titánica del obispo contra los maniqueos a los que vence con la fuerza de su pluma. La diafanidad del crucero catedralicio permitía la contemplación en redondo y la valoración de las condiciones volumétricas singulares de esta obra poco común, admirando sus resultados expresivos resueltos en poderosas masas talladas, en el titánico esfuerzo de las figuras que luchan por librarse de la furia del santo o seguir las líneas de la capa pluvial decorada con brocados en oro y azul. La exposición permitía comprender unos valores escultóricos diferentes pensando que la cronología establecida tradicionalmente habría de ser modificada para aproximarla a 1763, año en que Salzillo realizó el Prendimiento de Viernes Santo.

     Es lógico pensar que las estructuras de los retablos a que iban destinadas estas obras habrían de variar para dar cabida a sus monumentales apariciones, rasgando el arco de sus camarines, adaptándose a las rotundas formas con que se presentaban, valorando los efectos luminosos o los plásticos que se pretendían resaltar, a fin de alcanzar una armonía integradora de las artes en el marco de su contemplación en el retablo.

     Los signos de la vida monástica quedaban de esta forma establecidos para que el visitante comprendiera cómo era ese mundo vedado a las miradas. Ya había visto las obras de arte que adornaron un rincón cualquiera de la casa, ahora sentía vibrar la vida escondida en la pintura y la escultura, en los libros y en los documentos que mostraban un mundo desconocido. Al acabar el recorrido un cuadro de Velázquez invitaba a detener el curso de la visita. El espectador había podido comprobar cómo en los brazos del crucero catedralicio se daban cita las grandes aventuras del barroco, la que expresó públicamente sus convicciones religiosas y las que hizo de ese mundo un misterioso cuadro lleno de experiencias personales.

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