La fascinante aventura emprendida por la iglesia de Cartagena, comprometida en desvelar su pasado, puede ser una de las más brillantes iniciativas llevadas a cabo para restituir a la historia las páginas ocultas durante los siglos de dominación musulmana. Lejos de iniciarla cuando la reconquista consolidó los viejos territorios de la diócesis –ahora pertenecientes al reino de Murcia– en el marco temporal que la devolvía a la cristiandad, siguió hurgando en el pasado para recomponer el esplendor de unos siglos llenos de lagunas e incertidumbres.

     Esta necesidad de recuperar su antigua personalidad y de ofrecerse a la iglesia española con un pasado rico en acontecimientos tuvo felices consecuencias, entre las que se encontró el deseo de mantener nombre tan venerable –el de Cartagena– asociado a la historia de la romanización y al ámbito histórico que lo relacionaba con la mayoría de las glorias eclesiales españolas de la etapa anterior a la dominación árabe.

     Este singular convencimiento y la situación jurídica derivada de reconocer sólo la superior autoridad del Señor San Pedro de Roma, fueron motivos suficientes para entender que las intenciones que animaban la búsqueda del pasado iban más lejos que las que podrían justificar el orgulloso deseo de exhibir un legado glorioso sin mayores consecuencias en el futuro o la de evitar la competencia entre otras iglesias españolas a las que la de Cartagena podía deslumbrar con su origen y antigüedad.

     No era sólo ese pretendido origen santiaguista el hecho más relevante –decisivo, por otra parte, en el caso español ya que vinculaba el inicio de la evangelización a la ciudad de acogida del apóstol en su arribada a España– sino otras muchas circunstancias que convertían el núcleo diocesano originario en uno de los más lustrosos de la península. La realidad histórica fue tenida en cuenta para recordar los lazos existentes entre aquel territorio, el duque Severiano y sus famosos hijos, no sólo en los términos religiosos obligados por su condición de santos y prelados, sino también porque ellos representaban, en la peculiar condición del estado visigodo, la fusión de valores políticos y religiosos, puestos de relieve en la influencia de San Leandro sobre su sobrino Recaredo para decretar la unidad católica de España. Se trataba, por tanto, de sugerir la existencia de un doble retorno a la cristiandad venido de la mano de Recaredo y más tarde de Fernando III el Santo a quien cupo el honor de compartir protagonismo en la fachada principal de la catedral con San Hermenegildo, el hermano rebelde, ajusticiado por representar una opción religiosa contraria al arrianismo que lo convertía en el primer mártir del catolicismo español.

     El caso de San Isidoro era bien diferente. Su destacado papel en la renovación cultural de Occidente fue el rasgo más destacado de toda su trayectoria al frente de la sede hispalense con la que la de Cartagena compartía el honor de estar relacionada, dado el origen natural del santo y la procedencia común de los restantes hermanos. Isidoro, el menor de todos, desempeñó una intensa labor, acaso la más decisiva desde los esfuerzos de la Antigüedad por abarcar todos los ámbitos del conocimiento representada por la ingente obra de Plinio. Las Etimologías fueron consideradas como el logro científico y cultural más importante de todo Occidente por reunir el saber disperso acumulado en esta grandiosa obra, cuya trascendencia fue decisiva en la evolución del pensamiento científico de la Alta Edad Media europea. Por tanto, la Iglesia reconocía en su persona valores similares a los de sus otros hermanos y una singular función en la historia de la cultura occidental que era su mayor motivo de gloria. Si desde el siglo XVI la diócesis de Cartagena reavivó el recuerdo de tales hermanos, introduciendo sus reliquias y la celebración de su oficio litúrgico, fue Sevilla la ciudad que primero elaboró su iconografía, especialmente la de quienes, como Leandro e Isidoro, habían ostentado la titularidad de su episcopado. Murillo fue el pintor que ayudó a consolidarla realizando los dos grandes lienzos de la sacristía de la catedral sevillana, uno de los cuales –el de Isidoro– figuraba en la exposición Huellas.

     La obra de Murillo protagonizaba, pues, uno de los gloriosos episodios cartaginenses.La monumental pintura que mostraba al santo en hábito episcopal dominaba el espacio en el que se exhibía. Una tenue luz destacaba el personaje haciendo vibrar la emoción producida por su cercana contemplación y por la certeza que tenía el visitante de encontrarse ante una de las mejores pinturas de todo el Seiscientos. San Isidoro quedaba representado a tono con la importancia de su labor pastoral y científica, sentado ante un cortinaje verde que introducía una nota de empaque y dignidad a una figura revestida de ornamentos bordados y de una luminosa alba cuya textura mostraba la mejor pintura de Murillo, alcanzada a través de una serie de capas de blanco degradado y de tonalidades grisáceas pensadas para provocar volumen y sombras. La poderosa masa de aquel blanco era uno de los principales atractivos cromáticos orientador de la mirada que, cautivada por su resplandor, quedaba absorta ante su dominadora presencia antes de comprender otros detalles como la dignidad y dulzura de su mirada o la seguridad y firmeza de unas manos, firmemente apretadas al báculo, símbolo de su poder temporal, y a los pesados volúmenes que reproducían su obra escrita.

     Murillo no pintó una obra devocional sino que la construyó teniendo en cuenta los valores propios del retrato de ostentación y aparato. La presencia de elementos arquitectónicos y escenográficos, la riqueza de los ornamentos pontificales y la dignidad con que se concibe el espacio, hablan de la finalidad de una pintura hecha para exaltar al personaje, no para infundir piedad, pues su destino, un elevado emplazamiento en la sacristía sevillana, difícilmente hubiera despertado otro sentimiento distinto al de la admiración.

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