N. y F. Salzillo. San José. Ca. 1726-1727. Iglesia parroquial de San Miguel. Murcia
N. y F. Salzillo. San José. Ca. 1726-1727. Iglesia parroquial de San Miguel. Murcia
Fundación Cajamurcia
L. B. Alberti. Della archittetura di Leon Battista Alberti, Lib.X; della pittura, Lib. III e della statua, Lib. I. Biblioteca Antonio Nebrija. Universidad de Murcia
L. B. Alberti. Della archittetura di Leon Battista Alberti, Lib.X; della pittura, Lib. III e della statua, Lib. I. Biblioteca Antonio Nebrija. Universidad de Murcia
Fundación Cajamurcia

     Conocida en sus rasgos esenciales la época que tocó vivir a Salzillo y las razones que lo convirtieron en testigo excepcional de su siglo, cabía introducir otros elementos de análisis que profundizaran en algo más que en la simple referencia temporal a los largos años vividos. La presencia del escultor a partir del año 1727 como cabeza del taller paterno heredado venía precedida de un largo período de aprendizaje lleno de demasiadas lagunas. Es conocido que Nicolás Salzillo, formado en la escuela napolitana de Aniello Perrone, partió para España tras haber completado su aprendizaje y haber hecho compatibles las lecciones del maestro con las tareas de gestión de aquel obrador encomendadas a la muerte del maestro. Cuando Nicolás decidió emprender la aventura hispánica era buen conocedor del mercado español y de las preferencias devocionales del territorio peninsular que, a igual que Nápoles, formaba parte de la corona española. Se trasladaba, pues, a un área con la que compartía una historia común y a la que llegaban por vía marítima valiosas obras salidas de los obradores napolitanos.

     Esa experiencia y las rutas abiertas desde la Antigüedad por los caminos del mar unieron Nápoles y los puertos españoles, receptores de un comercio secular favorecido por la común pertenencia a un mismo estado y por las factorías y talleres que, como cabezas de puente en las costas españolas, actuaban de intermediarios. No sorprende, pues, que Nicolás llegara a Cartagena a finales del siglo XVII y que su primera actividad radicara en esa ciudad en torno a los trabajadores de sus astilleros, expertos cortadores de madera para navíos decorados con figuras y ornamentos que daban a los barcos la apariencia de esculturas flotantes. Pero aquel trabajo dependía de una temporalidad supeditada a las exigencias de la marina caracterizada por períodos intermitentes de cesantía, lo que convertía en precaria colaboración la presencia de buenos escultores y tallistas, obligados a ganar el sustento de sus talleres y familias con otras demandas devocionales.

     Que el camino de Nicolás estaba ideado por la necesidad de unas oportunidades de mayor estabilidad lo prueba el hecho de su traslado casi inmediato a la ciudad de Murcia y su rápido matrimonio con la heredera de un rico comerciante. La compra de casa y taller en la vecindad del convento de Santa Isabel, los sucesivos encargos llegados a sus manos y la reducida competencia encontrada, disimularon sus naturales carencias y permitieron al napolitano acrecentar su presencia en las iglesias y monasterios a la par que crecía su numerosa prole, entre la que se encontró su más famoso vástago, el escultor Francisco Salzillo.

     No fueron únicamente los deseos de Nicolás de abrirse camino en una nueva y desconocida tierra el único bagaje traído consigo sino un rico legado en forma de bocetos, modelos, dibujos, herramientas y cuadros los que también le acompañaron. El inventario de bienes redactado en el año de su muerte describe la herencia aportada al taller y la impronta mediterránea y napolitana que legaba. Al tiempo que el joven Francisco admiraba los logros alcanzados por los artistas vinculados a sus orígenes familiares, su adiestramiento en los secretos de la talla en madera y en el manejo del dibujo constituyeron sus rudimentarios aprendizajes, acaso, perfeccionados con la colaboración de maestros levantinos comprometidos, como era habitual, con la formación de principiantes fuera de la esfera paterna y garantizar así la solvencia de sus conocimientos.

     Tal era la razón por la que la exposición, al reflexionar sobre la entidad de la escultura, enlazaba la procedencia napolitana de Nicolás –evocada por la vista de Nápoles pintada por Giovanni Garro– con la influencia heredada y con los secretos de la representación de la realidad considerada por los tratadistas como una sabia imitadora de los dioses. Al denominar de esta forma a la Sección Segunda al escultor se le ponía frente a los instrumentos adecuados para reproducir esa segunda naturaleza y hacerle, por ello, poseedor de cualidades similares a las de los dioses. El símil poético de un Dios creador que modela al primer hombre de barro de la tierra a modo de primera escultura, contaba con una larga tradición en el clasicismo y elevaba la condición del artista a un nivel excepcional compartido con la imagen de un demiurgo ordenador del universo.

     Fueron, acaso, los siguientes versos de Juan de Jáuregui los que mejor definieron ese pensamiento:

Y dado que el sumo honor
Del escultor y pintor
es cuanto imitar procura
Al hombre que es la criatura 
Semejante al Criador

     Cuando Juan de Jáuregui escribió este madrigal (1618) eran muy diversos los motivos que impulsaron su redacción. En un contexto, como el del siglo XVII, inmerso en el debate sobre la jerarquía de las artes, la igualdad de pintura y escultura, era muy significativa, pues la naturaleza intelectual de cada una de ellas, claramente favorable a la primera, no encontraba el reconocimiento exigido a la segunda más que en las razones y argumentos de aquellos escultores comprometidos en su defensa. Varchi había planteado el estado de la cuestión en 1546 y Felipe de Castro volvió sobre el tema en 1753. Pero en el alegato de Jáuregui, propio de la literatura que encontraba fundamentos teológicos al arte de pintar o esculpir (Pacheco exponía esa sugerente imagen en su tratado de 1649), la naturaleza divina de la creación artística que asumía la creencia tradicional de un demiurgo ordenador del universo (Borghini, Carducho, Pacheco,) retomó el pensamiento de Ovidio y otros escritores de la Antigüedad en sus relatos del mito de Prometeo, a quien atribuían el origen de la escultura, cuyo nacimiento, según Guarico, coincidía con el de la humanidad.

     Ninguno de estos logros, relatados por la literatura artística, hubiera sido posible sin el previo conocimiento de las claves propuestas para un aprendizaje artístico, pleno de anécdotas y fábulas y de reflexiones dispuestas para el control de la naturaleza. En los textos españoles e italianos preocupados por afianzar la personalidad de los maestros, los datos de la realidad figurativa y los mecanismos imprescindibles para su observación y dominio alentaron el conocimiento de disciplinas capaces de orientar la mano y la inteligencia hacia el estudio, la especulación y la práctica que, a la vez que proclamaba el origen de las artes en el entendimiento –la duplex ratio de Gaurico– invocaba el valor insustituible de los modelos (Arce y Cacho), doblemente alabados por su condición de portadores de las leyes reguladoras de la belleza y espejo de una naturaleza ennoblecida que alentaba la vida en la materia.

     Las obras del pasado y sus maestros eran el reflejo de una norma estética indestructible a la que el paso del tiempo había elevado a su condición de arquetipo. No extraña, pues, que la deuda contraída con ellas marcara la pauta de la educación artística en los momentos críticos de la formación “copiando de la estatua perfecciones” (Rejón de Silva).

     Pero aún la alegoría de Jáuregui esconde un pensamiento tan original como el que atribuye al escultor la exclusiva condición de “hacedor de hombres”. De los objetos de la naturaleza el hombre, como criatura superior, era el objetivo primordial de la imitación. Esa cualidad, que en la Antigüedad ya tuvo sus teóricos elevaba la imagen al grado superior de la escultura y llevaba implícito el reconocimiento de escultor “imaginario” sólo a aquél que había logrado superar los niveles inferiores de la ecuación artística como paso previo e imprescindible para acceder al grado supremo de las artes.

     Por lo tanto, el término imaginero, tantas veces aplicado de forma incorrecta para trazar una jerarquía en la estimación de la escultura en función de los objetos realizados según sus destinos y materiales, era una distinción elogiosa y una cualidad que sólo algunos artistas pudieron exhibir. Prometeo, según Ovidio, modeló al primer hombre con arcilla mezclada con agua de lluvia a imagen de los dioses que gobiernan todas las cosas, e incorporó a su obra, dice Natale Conti, “porciones tomadas de cada elemento y, según las combinaciones de estos mismos elementos, añadió a cada cuerpo no sólo las fuerzas sino también las emociones y las costumbres”.

     No pasó desapercibido este pensamiento a los escritores y teorizadores de las artes inclinando la balanza en su propio beneficio definiendo la creación artística tanto en razón de su procedencia sobrenatural como en la fundamentación intelectual de principios y saberes muy superiores a los de la simple actividad de las manos. Por eso, la exposición, siguiendo el camino trazado por la literatura específica, mostraba la trayectoria de Salzillo en el contexto de un proceso superador de sus propias limitaciones materiales. Las manos de un escultor se movían a impulsos de la inteligencia –ya Gracián había expresado esa condición aplicada a los escritores–y esa cualidad valía tanto para justificar la presencia de unos libros imprescindibles a todo artista, en los que aprender y valorar los logros de sus antepasados, como para cimentar el prestigio alcanzado ante sus contemporáneos en el contexto de una sociedad fuertemente jerarquizada.

     Quiere esto decir que, siguiendo el rastro que la literatura artística ha trazado, el problema de la formación fue capital para definir la cultura figurativa de cada época. El aprendizaje, los instrumentos necesarios para llevarlo a cabo, las fuentes consultadas, los procesos creativos, desde el boceto a la obra definitiva, la constatación del doble proceso de la escultura en la talla y en el color, las implicaciones de esa trama cromática en las modas y el vestido, el candente debate sobre la condición liberal de la escultura (y el boceto fue una parte importante de su confirmación en su valoración jurídica, intelectual, técnica y documental) y los deseos de pervivencia del artista en la memoria de los humanos, fueron problemas largamente debatidos por una teoría de las artes que en el siglo XVIII vería cómo la escultura era rescatada definitivamente del modesto ámbito de las artes mecánicas.

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