La experiencia acumulada desde la puesta en marcha del proyecto Huellas, patrocinado por la Fundación Cajamurcia, permitió la búsqueda de los espacios adecuados a una muestra de tan amplia cronología y a calcular las ventajas e inconvenientes derivadas de su puesta en marcha. En Huellas la fachada de la catedral, gran teatro de una historia basada en la identidad de un reino y su obispado, exigía la utilización de su recinto para el desarrollo del argumento, la de Salzillo, de naturaleza esencialmente monográfica, presentaba rasgos diferentes. Huellas fue una exposición de exposiciones, origen de un proyecto que en su desarrollo ya preveía el ulterior impulso desplegado en La ciudad en lo alto y, posteriormente, en Salzillo testigo de un siglo. No sólo se trataba de exponer la secuencia histórica esculpida en la piedra sino la de reflexionar sobre los creadores surgidos en tiempos diferentes. Y Salzillo era uno de ellos. De ahí que a la hora de poner en marcha una nueva iniciativa, las consideraciones metodológicas propias de una aspiración tan ambiciosa requería la búsqueda de una nueva escena y ésta no debía ser distinta de aquélla que custodiaba las colecciones más afamadas del maestro y la que, en la segunda mitad del siglo XIX, dio origen a su reconocida fama fuera de Murcia gracias a los descubrimientos de la fotografía.

     Se planteó, por tanto, un recorrido originado en el Museo Salzillo, debidamente acondicionado para dar cabida al desarrollo del proyecto, dotado de las condiciones precisas A lo largo de la visita, los lugares escogidos y la facilidad para transitar por ellos racionalizaban el argumento mediante una lectura ordenada de la vida y la obra del escultor.

     En la ermita de Jesús, lugar de concentración de los pasos de viernes santo, la exposición debía alcanzar uno de sus puntos culminantes. La disposición central del edificio, su concepción espacial pensada para ofrecer una simbología numérica asociada a la pasión y la configuración de su plano como teatro en redondo y en horizontal, hizo realidad la tendencia hispánica a la narración episódica. Esos tableaux vivants presentaban unas condiciones museográficas muy consolidadas, al quedar abiertos los arcos de sus capillas al centro como secuencias visuales ininterrumpidas, evocadoras de movimientos circulares que invitaban al visitante a recorrer diversos escenarios dentro de un solo escenario, unificado por el poder de la escultura. Y en el centro de ese privilegiado lugar –en el que tienen tanto protagonismo la estatua como el poder de la arquitectura– La Última cena, acentuaría los logros de la imagen barroca y la intensidad de afectos y emociones.

     Esa situación central de la ermita de Jesús se convirtió en el verdadero eje sobre el que gravitaba la muestra. Su centralidad no era sólo un logro de los arquitectos de la segunda mitad del siglo XVII sino también de los regidores que la enriquecieron hasta convertirla con los pasos de Salzillo en un teatro dentro del teatro. La historia no quedaba encerrada en sus muros sino que miró al pasado para buscar soluciones de transición y recorrido.

     La salida de la ermita de Jesús hacia la iglesia de San Andrés, lugar en que acaba la Sección II y se iniciaba la tercera y última etapa del recorrido volvió a abrir un viejo tránsito cegado en 1765 cuando una sentencia pontificia dio a la cofradía de Jesús la libertad e independencia ansiada, libre de las ataduras fundacionales con los frailes agustinos. En este caso se recuperaban dos hechos notables. Por una parte, la comunicación entre los recintos recobraba un tránsito desaparecido que difícilmente volverá a rescatarse. La celebración del centenario era un motivo excepcional para ello pues devolvía una imagen borrada por el pasado que Salzillo conoció como miembro de una cofradía que litigó sin descanso para defender los derechos que le asistían como dueña de su propio destino. Por otro, la facilidad del tránsito obviaba las dificultades del recorrido y permitía al contemplador ir de un escenario a otro comprendiendo la singularidad de sus arquitecturas y su misión de elementos dinamizadores del espacio lejos de la mera función de receptáculos destinados a albergar temporalmente unas obras excepcionales.

     El poder de la arquitectura –la propia del siglo XXI y la de los siglos del barroco– hacía permanente la entidad efímera de una exposición. El diálogo continuo entre espacios y escultura, lejos de confrontar la distinta naturaleza y entidad de sus proporciones, unificaba el lenguaje de las artes, unas veces fortaleciendo la relación existente entre arquitectura y ornamento, otras, dando cabida a una retórica de la expresión que hacía más comprensible el encuentro de lo grande y lo pequeño en el marco de arquitecturas diferenciadas. De esta forma quedaban fundidos lo sacral y lo profano, lo original y lo museográfico sin obviar las funciones esenciales de los espacios y la entidad de las obras seleccionadas. El tiempo de Salzillo ofrecía al espectador el rostro que lo hizo posible.

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