Las exposiciones organizadas en torno a Salzillo en el largo período de tiempo transcurrido entre 1877 y 1999 fueron para Murcia acontecimientos importantes. La vinculación regia a tales anifestaciones y la estrecha relación con los espacios depositarios de su obra pasionaria sentaron unos precedentes historiográficos que, ayudados por la naciente fotografía y la necesidad de depositar sus esculturas en lugares adecuados que facilitaran su contemplación, difundieron un caudal artístico sólo hasta entonces admirado por el murciano, celoso observante de un patrimonio recluido tras las vidrieras de la ermita de Jesús o en los anaqueles domésticos de la marquesa de Salinas.
No extraña, por tanto, que la obra de Salzillo fuera para la historia del arte español la de un creador solitario que “no desaprovechaba ninguno de los escasos medios que para perfeccionarse en aquella población y en sus condiciones se le ofrecían”, sin más alientos que los favorecidos “por una ciudad desprovista de medios y recursos para el artista”. Así se expresaban las voces de la oficialidad académica dispuestas a lanzar su inapelable condena sobre la segunda mitad de un siglo “más fecundo en promesas y esperanzas que en realidades”.
Desmontar los tópicos existentes sobre Salzillo –y, por extensión, sobre un sector muy dinámico de su época– fue una empresa laboriosa alcanzada a lo largo del tiempo gracias a la labor de la investigación local y a su reflejo en el marco de diversas exposiciones. Desde la llamada Imaginería sacra dispuesta en la vieja iglesia de San Agustín, reconvertida en parroquia por iniciativa del obispo Mariano Barrio, hasta la celebrada en el año 2007 con motivo del tercer centenario del nacimiento del escultor, Salzillo ha sido objeto de diversas valoraciones tendentes a situar su obra en el marco de un siglo mirado con recelo, el mismo que para la historiografía de la posguerra consideraba sus logros muy alejados de los ideales alcanzados por el Siglo de Oro.
Frente a una actitud que criticaba de la nueva época el predominio de la razón frente a las conquistas de la “soberanía y del espíritu”, la moderna historiografía la ha reconocido como un período de tiempo decisivo para la modernización del estado y para la introducción de nuevas formas de pensamiento puestas en circulación por un grupo de intelectuales y políticos comprometidos con ideas renovadoras sobre la función de la corona, la gestión de sus órganos de gobierno, las reformas económicas y educativas o la innovación tecnológica bajo los auspicios de una conciencia crítica dispuesta a superar el letargo en que habían quedado sumidos la producción artesanal, el caótico sistema impositivo y tributario, pretendiendo incrementar su eficacia y la posibilidad de alcanzar por medio de tales reformas una prosperidad desconocida.
Los cambios impulsados durante tal centuria no quedaron reducidos a los ámbitos político y económico sino que a esta actividad renovadora las artes brindaron un nuevo rostro desde las instituciones surgidas para encauzar los principios y normas que habían de regirlas o dejando que la actividad de los viejos obradores siguiera ejerciendo su magisterio atendiendo las demandas de la sociedad que en ellas veía la continuidad de los ideales religiosos que siempre las habían alentado. Sólo desde esta perspectiva se puede comprender la armonía existente entre dos mundos diversos que jamás entraron en conflicto ni se anularon. Las escuelas tradicionales siguieron las pautas marcadas por el arte tradicional si bien éste ya no era el del siglo anterior, pues la nueva realidad surgida tras el conflicto sucesorio dio paso a soluciones diferentes o alumbró la presencia de escuelas y maestros cuyas obras reflejaron un escenario diferente.
Nacido Salzillo a comienzos de aquel siglo lleno de cambios no podía permanecer ajeno a cuanto le rodeaba. Al hablar del siglo XVIII murciano, como una etapa dorada para las artes, se ha hecho coincidir el desarrollo de su obra con la existencia a lo largo de los años de influyentes ersonalidades presentes en la vida cultural y política española. Pero citar a Belluga o a Floridablanca como ejemplos de la contribución murciana al esplendor del siglo XVIII es mencionar dos figuras esencialmente opuestas y de actitudes bien diferenciadas. El obispo y cardenal, brillante gestor de un obispado desorientado en sus aspectos disciplinares, fue capaz deasociar a su función religiosa una política activa diseñada para recuperar un territorio maltrecho por la Guerra de Sucesión y la secuela de muertes, orfandades y miserias que trajo consigo, atenuadas mediante la creación de montepíos, Pías Fundaciones, proyectos educativos, y recuperación de terrenos baldíos para la agricultura entre otros logros. Su largo pontificado –1705-1723– fue el prólogo necesario para la brillante etapa que le siguió cuando, abandonada Murcia, hubo de asumir responsabilidades en Roma.
Pero Belluga representaba el modelo episcopal de los eclesiásticos educados en las firmes convicciones religiosas del siglo XVII. Riguroso moralista, censor de las costumbres públicas, antirregalista, activo mediador entre la corona española y la Santa Sede en los conflictos surgidos durante los años de la guerra, mantuvo sonadas diferencias con Felipe V en cuestiones que afectaban a las relaciones del estado con la Iglesia. Sagaz analista de aquellos males que amenazaban a la corona, fue asimismo precursor de políticas sociales adelantadas a las de la Ilustración.
Floridablanca, por el contrario, nacido en 1728, representa al reformador de la segunda mitad del siglo. Brillante abogado, fiscal y eminente político, alcanzó la nobleza gracias a sus dotes iplomáticas. Sus relaciones con Campomanes, Aranda, Grimaldi, Jovellanos le colocaron a la vanguardia reformadora de su siglo y junto a los más destacados representantes del espíritu ilustrado. Desde su condición de Secretario de Estado hasta su caída en 1792 impulsó reformas interiores en todos los niveles, dirigió la política exterior afianzando las alianzas con Francia, manteniendo el equilibrio de poderes en el Mediterráneo o apoyando la aparición de Estados Unidos. En esencia, Floridablanca representó el ideal perseguido por el reinado de Carlos III.
Si tomamos como referencia estos dos rostros, pronto comprenderemos cuáles y cuán profundos fueron los cambios habidos durante aquel siglo. Sin negar la tradición –que en el arte barroco español tenía un considerable peso específico y una altísima calidad– esta nueva centuria transitó por otros derroteros. Salzillo tuvo la fortuna de asistir a aquellos cambios, dado lo prolongado de su vida. Al nacer en 1707, apenas llevaba Belluga dos años al frente de su obispado. Cuando el prelado marchó a Roma en 1723, era un aprendiz de escultura. Sin embargo, al nacer loridablanca, llevaba un año al frente del taller paterno y al marchar Moñino a la corte ya había realizado algunas de sus obras más estimables.
El curso de los acontecimientos demostró la diferente misión asignada a cada uno de sus forjadores y las sensibilidades brotadas de los mundos que representaban dejaron sus huellas en la obra de un político reformador y de un artista creador de una escuela con personalidad propia. El Salzillo de los grupos procesionales no fue el mismo del Belén de Jesualdo Riquelme. El mundo tradicional y moderno que ambos representan es equiparable al de los cambios que su siglo ofrecía y a relatar esa trama estaba dedicada la exposición Salzillo, testigo de un siglo.