Haec victoria quae vincit mundum. Con esta salutación el cardenal Bernardino López de Carvajal celebró una de las batallas ganadas por Fernando el Católico previa a la conquista de Granada. Aunque pronunciada en 1490, ya anunciaba el entusiasmo generalizado en la época por la proximidad del fin de la reconquista que acabaría, como afirmaba el obispo de Gerona, Juan Margarit, con el dominio musulmán al que estuvo sometida “buena parte de España no sin oprobio y en detrimento de la unidad ibérica”.

     Toda la historiografía exaltó la misión desempeñada por los Reyes Católicos, especialmente la que se refería a la percepción de una nueva forma de gobierno y estado garantizado por la fusión dinástica y la consecuente unidad hispánica como los rasgos de la nueva monarquía que, junto a la seguridad interior y a las reformas de las instituciones, marcaban el inicio de “una nueva e inmensa luz…bajo el sol radiante de vuestra actividad e ingenio”.

     Las voces que historiaron aquellos acontecimientos eran, por tanto, conscientes del significado que tenían para el futuro de Europa la nueva edad alumbrada por los Reyes Católicos, marcada por el poder y la fuerza del pensamiento español, abierto, además, a los inmensos horizontes del continente americano. Las dimensiones culturales de unos espacios geográficos delimitados por las fronteras medievales y por sus distintos ámbitos culturales quedaban rotas ante la irrupción de inmensos territorios desconocidos poblados por gentes extrañas que, unas veces, dieron lugar a la confirmación de las fantasías medievales sobre seres o animales que poblaban mundos desconocidos y, otras, a la afirmación de nuevos intereses políticos y económicos que fueron una de las bases inspiradoras del moderno concepto de estado.

     En ese panorama la figura de Fernando el Católico creció hasta ser considerado uno de los príncipes inspiradores de esta Edad de Oro. Heredero de la corona de Aragón y de su política mediterránea, su matrimonio con Isabel de Castilla acabó con la división de los reinos cristianos, fundiendo en sus personas los intereses de ambas coronas, ahora abiertas hacia el Mar Mediterráneo y a los océanos en los que se situaban las nuevas tierras descubiertas por Colón. El príncipe era, por tanto, un soldado victorioso y un defensor de la fe, a la que hubo de prestar valiosos servicios como su sucesor el emperador Carlos, convirtiendo la causa religiosa en una de las bases de su política, asentada sobre la firme unidad interior y proyectada en los ideales de un estado supranacional que dominaba una vasta extensión territorial.

     La España de Hércules, Aníbal, Trajano, Adriano y Teodosio volvía a imponerse. No debería pasar desapercibida esta ilusión del obispo gerundese mencionado, si tenemos en cuenta la significación histórica de los héroes citados, unos porque su biografía se acomodaba a la conducta de los príncipes como detentadores del bien, otros por su condición de milites invictos, por la nobleza del pensamiento estoico o por la defensa de la iglesia.

     De esta forma se fue configurando la imagen ideal del príncipe encarnada por Fernando el Católico. La exaltación personal, una de las notas dominantes del nuevo concepto de la individualidad consolidado en el renacimiento, no olvidaba que el retrato debería descansar sobre la realidad física de los nuevos modelos. Por eso, a los rasgos personales se fueron acoplando la entidad moral del príncipe y la necesaria acomodación de sus funciones a la misión que su alta posición requería como depositario de todas las virtudes. En ese sentido se inscribe la descripción de Fernando el Católico hecha por Fernando del Pulgar en la Crónica de los Reyes Católicos como “ome de mediana estatura, bien proporcionado en sus miembros y en las facciones de su rostro bien compuesto, los ojos reyentes, los cabellos prietos e llanos; ome bien complisionado. Tenía la habla igual, ni presurosa ni mucho espaciosa. Era de buen entendimiento, muy templado en su comer y beber, e en los movimientos de su persona, porque ni la yra ni el plazer fazía en él grand alteración”.

     El retrato literario prestó grandes posibilidades a los artistas en cuyas manos quedaba la posibilidad de transmitir con su figura la necesidad de crear una obra que sirviera a la vez para la historia y para la eternidad. En cierto sentido, las palabras de Carlo Marsupini, en las que valora las ansias de perpetuar el propio recuerdo, confirieron al retrato una grandeza equiparable a las más bellas páginas de la historia como crónica personal y biografía pintada o esculpida “cuya efigie y semejanza es justo quede por memoria a los siglos venideros”. Si Bernardino López de Carvajal alababa una de las victorias de Fernando el Católico como la que habría de vencer al mundo era porque comprendía las consecuencias de aquella estrategia. Las hazañas que ennoblecían a un príncipe eran tan importantes como su defensa de la fe, la organización de sus estados, la prosperidad alcanzada y la nobleza de su carácter. Ese mismo Fernando triunfador fue el que, despidiendo a sus hombres tras los asedios a Baza, Guadix y Almería “fue a hazer oración a la Vera Cruz de Caravaca”.

     La verdadera entidad del retrato, literario o plástico, abarcó por igual la doble realidad del modelo, la que reflejaba con exactitud la imagen de su rostro y la que revelaba los rasgos de su personalidad, según la distinción efectuada por Gaurico entre cualidades inherentes y caracteres circunstanciales y ocasionales. Por eso, al escoger una imagen del Rey Católico para ilustrar uno de los pasajes importantes en la historia de Caravaca, la elección habría de abordar su condición de príncipe reformador y su naturaleza de peregrino. A partir de su reinado, la independencia de la corona detentada por las Órdenes Militares llegó a su fin, porque el monarca asumió la maestría de aquéllas, dando por zanjada la vieja condición itinerante de los antiguos maestres. De esta forma, a excepción de la autonomía marcada por los límites de cada una de ellas, libres del control de la autoridad episcopal, la relación directa sobre el territorio ejercida por los grandes maestres del pasado quedó alterada, pues convertía al monarca en su máximo representante y a miembros de su familia o de la aristocracia cortesana en delegados de su autoridad.

     La escultura escogida responde a esa doble exigencia, pues representa al monarca vestido con los símbolos de su condición –armadura, manto púrpura forrado de armiño– y en actitud orante con las manos recogidas y la mirada concentrada en la veneración de la Virgen de los Reyes de la catedral de Málaga. Es por eso, por lo que las palabras de Fernando del Pulgar en su Crónica de los Reyes Católicos alcanzan la condición de fuente inspiradora para los artistas. Cuando Pedro de Mena hubo de esculpir este retrato a partir de 1676, ya se habían realizado del monarca varias representaciones tanto en las yacentes del sepulcro realizado por Fancelli, como en las esculturas de Vigarny y Siloé para la Capilla Real, y en las que el propio Mena talló para el presbiterio de la catedral de Granada en 1675. La tipología real se decantaba por un modelo orante derivado de los sepulcros medievales nuevamente puestos de moda desde que los cenotafios de Carlos V y Felipe II en El Escorial consagraran la efigie real en permanente adoración de la divinidad.

     Si la forma de representar a los reyes quedaba vinculada a los logros artísticos del pasado y a los que el propio Mena había alcanzado, el rostro del personaje se inspiraba en las descripciones de las crónicas. Los cabellos negros y lisos que Fernando del Pulgar recordaba como uno de los signos externos de su personalidad –“prietos e llanos”– quedaban acompañados por otros rasgos corporales bien proporcionados, la apacible mirada, la bondad de su rostro y el talante equilibrado que ponderaba su comportamiento mesurado, su acertado distanciamiento del placer y de la ira y su lenguaje cadencioso, ni presuroso ni mucho espacioso.

     Aunque Orueta consideró esta escultura y la de la reina que le acompaña en la catedral malagueña como bocetos de la obra granadina, no parece haber sido un estudio preparatorio el utilizado en Málaga. Es cierto que el rey aparece como en Granada, arrodillado sobre un doble cojín, con las manos delicadamente juntas, vestido con atuendo militar y manto púrpura en señal de realeza, pero cuanto en la obra precedente es monumentalidad, acorde a las dimensiones de la gran capilla diseñada por Siloe, en Málaga las proporciones se reducen hasta alcanzar la delicada textura de una imagen destinada a retablo. La capacidad de Pedro de Mena para adaptar los valores dominantes en una obra de mayores dimensiones a las exigidas por la cercana contemplación del altar, sirve para incidir en aspectos delicados y menudos, avalados por la brillantez de una policromía aplicada por Juan de Mora como un suntuoso conjunto de colores que tiende a hacer real la condición simulada del material: textura metálica en la coraza, ricos brocados, vaporosos efectos en el armiño.

     La solemnidad de la figura, sumida en profunda veneración, constituye un ejemplo importante de la actividad de Mena como escultor. Recibir el encargo de una imagen real, fuertemente vinculada a la historia de la localidad que la solicitaba, era un motivo de orgullo para los artistas y un signo de grandeza para quienes patrocinaban la idea. No extraña, por ello, que los racioneros malagueños desearan dejar clara la vinculación renovada por el aderezo de la capilla y la recuperación de su culto y festividad con los lazos que unían su advocación a las figuras reales y que en su empeño por fortalecer tal relación insistieran en la suntuosa apariencia de la obra, en la riqueza polícroma del material y en la seguridad de que el escultor introduciría las peculiaridades de una escultura capaz de transmitir, pese a las dimensiones de la obra, la nobleza y majestad del modelo.



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