Esta bella forma poética abría la exposición para trazar un recorrido cronológico general extendido desde el Eneolítico hasta mediados del siglo XIX, del que la sección así denominada era su primer instante. El espacio de la iglesia jesuítica, tan brillantemente devuelto al catálogo de edificios monumentales de la región de Murcia, presentaba las condiciones idóneas para exponer un discurso histórico capaz de asociar la palabra y la mirada como las condiciones indispensables de una armonía imprescindible entre la belleza de unos objetos y la capacidad de respuesta que les exigimos. Esa idea era el fundamento de esta primera sección y del camino trazado por las antiguas civilizaciones que poblaron el entorno de Caravaca desde el neolítico hasta el mundo romano y las secuencias religiosas experimentadas por algunos santuarios.

     Los ídolos que mostraban un concepto primitivo de la divinidad, trasunto de fuerzas naturales, cuyo origen resultaba desconocido, eran asociados a unas formas de embellecimiento y adorno que, si bien producían idealizaciones geométricas de un dios lejano y oculto, no hurtaban la posibilidad de entrar en contacto con él por medio de la ofrenda, de la apropiación de su imagen en el reducido marco del dibujo o en el adorno personal tributario de la reverente sumisión a un ser divino.

     Era la sacralidad del territorio la que imponía una doble dirección orientada a destacar los progresos artísticos deducidos del transcurso de los tiempos y los motivos iconográficos imprescindibles para comprender la orientación del pensamiento. Perfectamente acordadas iban cronología y simbología, imponiendo una su rigor en el desarrollo temporal, mientras la segunda evocaba los grandes temas de la representación humana, de la ofrenda personal, de las imágenes del guerrero, del dios y del gobernante, convirtiéndose en capítulos de una mentalidad que equiparaba el valor de sus héroes al de los propios dioses y como tales eran distinguidos con el honor de la estatua, del monumento conmemorativo y de la tumba monumental. Dioses y hombres aparecían sublimados por el artista, unas veces bajo la geometría potente de la piedra calcárea, otras bajo la delicada silueta del bronce fundido para hacer más irreal el espíritu que representaba.

     De esta forma transcurría un tiempo enriquecido por la obra del hombre, se sucedían civilizaciones dotadas de valores diferentes, se completaba la historia, se sacralizaban los lugares destinados al culto, sin importar la divinidad precedente, y se fijaba el perfil de una ciudad cuya cultura afloraba en sus yacimientos arqueológicos o se relacionaba con ámbitos culturales más extensos.

     Las cerámicas griegas expuestas actuaban de frontera transparente entre los grandes logros de la escultura ibérica y los ingredientes formales de la romanidad; los dioses locales convivían con los romanos; la alegoría con la fiera apariencia del guerrero, la individualidad con la sumisión colectiva a las fuerzas dominantes de la naturaleza, hasta completar un ciclo presidido por el imponente togado de Cartagena. Dentro de esa invocación a la historia, el cristianismo ponía el punto final y el prólogo a acontecimientos que sellarían definitivamente la imagen de una Caravaca transformada por el suceso más significativo de su existencia, la aparición de la Vera Cruz, señal inequívoca de la nueva dignidad que alcanzaría.

     Las intenciones metodológicas puestas de manifiesto en esta sección no dejaban reducida la procedencia de los objetos a un marco excesivamente rígido; alentaba, por el contrario, la conquista de unas ambiciones epistemológicas decididamente resueltas a rebasar el ámbito de lo local, a modo de las ansiadas por Goethe. La historia se contaba desde dentro hacia fuera, se universalizaban los acontecimientos propios, se buscaban relaciones con otros fenómenos similares que acompañaran al discurso expositivo con la pretensión de alcanzar la armonía deducida de los valores dominantes de la cultura y su expresión histórica a través del tiempo.

     Ese fenómeno de la sacralidad percibida en la morada de los dioses se transmitía en la continuidad de los cultos y en sus variadas formas de expresión religiosa. La percepción de la divinidad era cuidadosamente seleccionada, por hallarse así inscrita, en las obras de escultura y de adorno creadas como objetos de veneración colectiva o de propiciación para interceder más allá de los límites de la vida. Exvotos, dioses y guerreros convivían en un mundo que se debatía entre las fuerzas incontroladas de la naturaleza y la necesidad de reducirlas a los cauces controlados por la razón, de forma tal que la representación artística dirigiera su mirada al pasado para trazar el perfil de una historia vista desde el lenguaje bello y expresivo de la obra de arte.



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