La vida en el campo conllevaba cierta precariedad alimenticia y económica debido a la dependencia extrema de las condiciones meteorológicas o plagas que afectaban a cosechas y ganado. Todo esto repercutía en una alta tasa de mortalidad producida por hambrunas, epidemias o empeoramiento sanitario. Como ejemplo destacar la viruela, convertida en un verdadero azote que se propagaba con rapidez en el mundo campesino.

Debido a estas circunstancias tan adversas prácticamente desde la Edad Media gran parte de la población pertenecía a una cofradía o hermandad, y al fallecer tenían derecho al transporte al cementerio y a una determinada cantidad de misas rezadas. Los miembros de estas congregaciones asistían a los enfermos y en caso de defunción los acompañaban a la iglesia o cementerio, rezando y entonando salves u oraciones.

Las señales de luto y dolor eran diferentes dependiendo de la comarca murciana en la que se produjera el fallecimiento. En Yecla los familiares del difunto acudían de riguroso luto, hasta las botonaduras, y no salían a la calle durante el periodo de luto, así como en las noches de luna llena. En otras poblaciones como Abarán, grupos de plañideras acompañaban con sus lloros y lamentos durante el velatorio y entierro.

Cuando fallecía un miembro de la sociedad rural existían varias formas de avisar a la vecindad. El lenguaje empleado en el toque de campanas en la iglesia denotaba si el fallecido era hombre, mujer o niño. También era frecuente escuchar una campanilla que recorría las calles de la localidad portada por un hermano de la cofradía religiosa a la que pertenecía el difunto.

En el ámbito familiar existían además ciertos elementos que ponían de manifiesto la muerte de algún miembro de la casa como darle la vuelta a los cuadros, parar los relojes, utilizar prendas de vestir negras o poner trapos en los cencerros de los animales para evitar que sonaran.

En toda la provincia era costumbre en vida advertir a las familias sobre cómo realizar las mortajas, el desarrollo de entierros, las peculiaridades del féretro o la cantidad de misas que solían celebrarse en honor al difunto.

El ritual que se seguía tras la muerte constaba de varias acciones. Inmediatamente después de morir el hijo mayor cerraba los ojos del fallecido ya que existía la creencia en el colectivo de que si no se hacía así cualquier miembro de la familia podría ser “llamado” por la muerte. Seguidamente se encajaba la mandíbula asegurándola con un pañuelo atado a la cabeza, para después tapar oídos y nariz con algodón. El difunto se amortajaba y velaba en el hogar durante varias horas hasta su traslado al templo religioso y posterior sepultura en el cementerio.

Supersticiones y creencias

Las fuertes creencias religiosas de la sociedad rural hicieron que la muerte llevara asociados cientos de supersticiones y hábitos de conducta peculiares.

Uno de los temas más recurridos era la adivinación del momento en el que sobrevendría la defunción. Así, el canto de una lechuza detenida en el tejado de una casa habitada por un enfermo o el aullido de los perros en la madrugada era símbolo inequívoco de la proximidad de la parca. En Ulea se decía que si la cruz parroquial salía a la calle en viernes acompañando a un entierro, el viernes siguiente acompañaba otro.

El difunto no podía ser enterrado con sortijas o joyas ya que “no entraba en gracia de Dios”. Si una persona fallecía por la noche no se tocaban las campanas, dejando de este modo que el ánima tomara su camino al escuchar el toque de difuntos dado la mañana siguiente.

También existían rituales que se llevaban a cabo tras una muerte. En Calasparra, Mula o Lorca se danzaba delante de los niños muertos por pensar que de esta forma iban al cielo. En la ciudad del Guadalentín al morir un adolescente las muchachas de su edad adornaban una palma con flores e iban por las casas haciendo una cuestación para el entierro.