Nos encontramos a finales del periodo Cretácico, hace unos 65'5 millones de años, en un profundo mar que ocupaba gran parte de Murcia. Por sus aguas deambulaban numerosos cefalópodos (ammonites y belemnites), junto con grandes reptiles marinos, peces y numerosos foraminíferos que constituían la base de la cadena trófica de este ecosistema.

    Poco a poco el cielo se oscureció durante varios meses y el fitoplancton marino fue pereciendo masivamente ante la falta de luz, por no poder realizar la fotosíntesis y por los drásticos cambios de temperatura. La mayor parte de los seres vivos que se alimentaban unos de otros murieron y el fondo del mar se cubrió lentamente de restos orgánicos y de polvo con altas concentraciones en iridio.

    Con el paso de miles de años, ya en el Terciario, la vida volvió a poblar este mar, los foraminíferos proliferaron, pero apenas existían depredadores, ni competidores por el alimento, por lo que estos organismos fueron progresivamente aumentando de tamaño hasta alcanzar casi una decena de centímetros, que no está nada mal para unos seres unicelulares, que tuvieron que abandonar sus hábitos planctónicos y adaptarse a vivir sobre el fondo marino, en zonas poco profundas, por las restricciones de flotabilidad que les imponía el tener una pesada concha carbonatada.

    De vez en cuando un seísmo o una gran tormenta, sacudía la zona y las arenas litorales formaban avalanchas que se desplazaban hacia las zonas más profundas del mar, originando turbiditas y paleodeslizamientos submarinos, que sepultaban a los organismos que de nuevo poblaba estos fondos marinos tras este fenómeno geológico.