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Historia de los cantes de Cartagena y La Unión.
RUIPÉREZ VERA, JUAN,
Editorial Corbalán. Cartagena, 2005.

Historia de los cantes de Cartagena y La Unión.
RUIPÉREZ VERA, JUAN,
Editorial Corbalán. Cartagena, 2005.

    Hace ya algunos años, en 1995, la entonces Consejería de Cultura y Educación de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia, promocionó la grabación de una cinta de audio bajo el título de Cantes de Cartagena: 16 estilos patrones. Se trataba de  una selección de cantes interpretados por Antonio Piñana, acompañado al toque por Antonio Piñana hijo. Junto a ella se editó un pequeño estudio con pretensiones musicológicas en el que se describían las características de cada cante. Dicho estudio, cuyo autor fue -como en esta ocasión- Juan Ruipérez Vera, constituye un claro precedente del libro que ahora ve la luz.

    Historia de los cantes de Cartagena y La Unión, con una bonita portada -obra del pintor unionense Asensio Sáez- y una cuidada encuadernación, representa el fruto de muchos años de trabajo e investigación de su autor, que ha dedicado diversos artículos al tema en periódicos y revistas especializadas. Tomando como referente principal la totalidad de la producción discográfica de Antonio Piñana, al que identifica como genuino continuador de la escuela del Rojo el Alpargatero, el autor propone un amplio catálogo de los cantes que, según su tesis, conforman la extensa familia de los cantes de Cartagena y La Unión. Una parte de ellos, aquellos considerados originales, alcanzan la categoría de patrón. En relación a su anterior trabajo, el número de patrones se ve ampliado ahora a 17, pues admite también en la nómina la que él denomina “tarantilla minera de La Unión”, que atribuye a Pencho Cros. Aparecen por tanto en la relación la “taranta cante matriz”, la “taranta de Cartagena o de Levante”, la “levantica”, seis tipos de “tarantillas” (del Rojo padre, del Rojo hijo, del Pajarito y del Morato, la “piñanera” y la “minera de La Unión”), las “cartageneras” (la grande y la de origen o del Rojo padre), el “fandango minero”, el “verdial minero”, la “sanantonera”, la “malagueña de Cartagena”, el “cante del trovo” y la “malagueña bolero” del Campo de Cartagena. No obstante, apunta también que, partiendo de los patrones originales, se han originado numerosos “estilos” de tarantillas (hasta 15 llega a contabilizar).  En este aspecto hemos de reconcer que Ruipérez ha hecho una gran esfuerzo, aunque en ocasiones los criterios que maneja para la clasificación de los cantes no nos parecen los más adecuados. Como colofón a su trabajo presenta un completo listado de las grabaciones de Piñana clasificadas por patrones (y estilos), indicando la copla con que se hace -para que sea más fácil localizarla- y la referencia discográfica.

    Un dato que llama la atención es que con el fin de certificar la antigüedad de los cantes originarios de La Unión y Cartagena, se atreve a dar noticias concretas de quién y cuándo los creó, basándose en unas premisas que pueden ser muy discutibles. De hecho repite una y otra vez, como argumento de autoridad, que toda su propuesta se basa en las indicaciones del maestro Piñana, asesorado a su vez por Antonio Grau Dauset, el hijo del Rojo. Y, claro, esto es muy difícil de demostrar y queda al final como una simple cuestión de fe. Veámoslo con un ejemplo. Afirma que la “levantica” es una creación de 1889 debida al Rojo el Alpargatero y  Chilares, que tuvieron la ayuda además de Paco el Herrero y Perico Sopas. Pero José Blas Vega que, como se sabe, estuvo muy cerca del hijo del Rojo en los últimos años de su vida, atribuye a instancias de éste la creación de la “levantica” a Juan el Albañil (Diccionario Enciclopédico ilustrado del Flamenco Cinterco: Madrid, 1988). ¿En qué quedamos? Realmente, al menos para mí, no es una cuestión de tanta trascendencia, pero hay que ser cuidadoso con lo que se dice o, al menos, no afirmar con rotundidad algo que es difícil de demostrar.

    Choca asímismo la no inclusión en el catálogo de ciertos cantes como la “murciana”. El pretexto de que antologías del folklore como la de García Matos no haya recogido ningún ejemplo de cante bajo ese nombre (de cuya existencia da fe, por ejemplo, el Cancionero de Ocón publicado en 1874), no parece muy adecuado y nos lleva a pensar que para Ruipérez sólo son cantes autóctonos los que grabó Piñana. Pero es que incluso cantes que grabó el maestro, como las que denominó “murcianas de baile” tampoco las incluye. Y no vale aquí, que esos cantes trascienden la órbita del flamenco, porque también quedaría fuera, como él mismo reconoce, la “malagueña bolero del Campo de Cartagena”, que sin embargo incluye en el catálogo (a instancias del maestro Piñana, según afirma). Por cierto, tampoco menciona la “malagueña de la Peñaranda” a la que, no obstante, atribuye la paternidad de la “cartagenera grande”.

    Lo que acabamos de comentar puede ser más o menos discutible pues entra de lleno en el terreno de las suposiciones. Sin embargo hay otros detalles que no quiero pasar por alto y que, ciertamente, me parecen censurables. Ruipérez quiere revestir su trabajo de una aureola científica. En la descripción de los cantes, asegura una y otra vez que sus conclusiones sobre el origen, evolución o mistificaciones de los mismos se basan en un escrupuloso análisis de las transcripciones musicales que ha realizado. Pero la verdad es que no presenta ninguna. Argumenta que por razón de espacio, pero el caso es que no presenta ninguna. Y lo que es peor: cuando se aventura en alguna explicación de tipo musical se nota que no es su terreno, lo cual hace dudar muy mucho de su capacidad para realizar ese trabajo de transcripción y análisis musical que dice haber realizado. Y como muestra, pongo un ejemplo que corrobora lo que apunto. Distingue hasta 15 estilos de tarantillas (6 atribuidas al Rojo Padre, 3 al Pajarito, 2 “piñaneras”, etc) y sin embargo afirma que la “minera de La Unión” sólo presenta uno. Pero cuando cita las coplas que representan dicho estilo encontramos entre ellas mineras como “Siento de la muerte el frío”, “Se oye un grito” o “En la mina se escuchó” que utilizan entonaciones diferentes en el primer tercio. Si las hubiera trascrito -que no hace falta, pues se distingue simplemente escuchándolas- esto hubiera saltado a la vista; pero no es así, lo cual me hace dudar de su competencia para esta tarea tan especializada. No obstante, estoy de acuerdo en su tesis de que pasar al pentagrama el Flameco, aun siendo difícil, no es imposible. Es más, estoy convencido de que es la única vía para esbozar un análisis musical serio de los palos que, a la postre, permitaría hacernos una idea cabal de lo que realmente supone el fenómeno de la música flamenca.

     El núcleo del trabajo de Ruipérez es lo que acabamos de exponer y abarca varios capítulos del libro. Como introducción añade un par de capítulos dedicados a la historia de nuestra zona y a la minería, en los que se encontrarán datos siempre interesantes pero anecdóticos al fin y al cabo y de los que se podía haber prescindido.

    Por otra parte, el capítulo XXIII, denominado “Cantaores”, realmente no se ciñe al título, pues si bien comienza con una amplia lista de cantaores locales (un loable esfuerzo por mostrar la pléyade de nombres, un tanto desordenada, que integra la nómina de cantaores de la región) pasa luego a hablar de temas diversos como son “Trovo y el cante popular” (ambos, en la génesis de los cantes mineros); la pertinencia o no de la denominación de “Cantes de Levante” aplicada a nuestros cantes; la importancia de la guitarra y el uso de escalas modales en el flamenco, para terminar con la soleá y la seguiriya que, según sus tesis, están al mismo nivel que la “taranta cante matriz”, pues son el origen de otros palos.

    El capítulo XXIV lo dedica a un fenómeno muy frecuente en la música de transmisión oral: la presencia de interpolaciones en los cantes “originales”. Según su naturaleza, Ruipérez habla de “concomitancias” y “mistificaciones”, términos tal vez no muy adecuados, sobre todo el primero. Analiza además unos cuantos ejemplos extraidos de grabaciones antiguas que encuentra plagados de estos “defectos”.

    El capítulo XXV lo dedica al Festival (Inter-)Nacional del Cante de la Minas donde trae a colación diferentes anécdotas y reflexiona sobre la ambigüedad de las bases por las que se rige el concurso.

    Y los capítulos que restan hasta el final, a excepción del XXX centrado en el trovo, están dedicados a cantaores como el Rojo el Alpargatero, padre e hijo, Antonio Piñana (una interesantísima autobiografía) y Pencho Cros; y a los troveros Marín, Cantares y Angel Roca.

    El libro se cierra con un repertorio bibliográfico, ordenado curiosamente por el nombres y no por el apellido (lo que dificulta su consulta), más un glosario de términos extraidos del Diccionario Icue de Angel Serrano Botella.

    En suma, Historia de los cantes de Cartagena y La Unión de Juan Ruipérez Vera es un libro interesante que desvela el esfuerzo y tesón del autor por reivindicar nuestros cantes y, a la vez, a una figura señera dentro de ellos como es la del maestro Piñana. Para concluir, sin ánimo alguno de acritud, quisiera dar algunas recomendaciones al Sr. Ruipérez. En primer lugar, que como reza el refrán, “zapatero a tus zapatos” o, dicho de otro modo, “de lo que no se sabe, mejor no hablar”. Puesto que este libro es sólo una primera entrega (“vol. I” puede leerse en la portada interior), en la segunda o posteriores, no se adentre por mares procelosos que le hagan zozobrar. O lleve consigo un buen piloto. Y algo más:  por favor, se lo ruego, mejore su castellano. Le aseguro que de su libro me he leído hasta la última coma, pero también le diré que he tenido que hacer un esfuerzo ímprobo para conseguirlo. Usa y abusa del gerundio, no respeta la concordancia temporal, abundan los anacolutos y otros errores gramaticales... A esto también puede y debe poner remedio. Porque, a mi modo de ver, sería una pena que los lectores no pudieran acabar su libro, estén más o menos de acuerdo con lo que en él se dice, superados por un castellano tan pedestre. Y seguro que no es esto lo que usted desea. Pues, ojo al dato, y a seguir trabajando sin olvidar nunca la lima, que decía Horacio.

José Fco. Ortega Castejón
Universidad de Murcia
jfortega@um.es