Morente sueña la Alhambra
Morente sueña la Alhambra

Según sentencia del tiempo

   Aparece a la venta en DVD, con retraso sobre la fecha prevista inicialmente, la película Morente sueña la Alhambra del director José Sánchez-Montes. Mezcla de géneros y de intenciones, se anuncia como la visión del genial cantaor granadino sobre el monumento nazarí. El sugestivo título, la nómina de artistas invitados a la mesa, el tiempo invertido y los medios empleados invitan a las más altas expectativas.

   Lo primero que decepciona es su pobre presentación como producto, con ausencia de un menú al uso -organizado por escenas, subtítulos, extras, ficha técnica- que facilite, es un ejemplo, el acceso a los números musicales. En cuanto al filme, el guión parece enmendado continuamente. Improvisación o efecto buscado, el armazón narrativo se tambalea y todos los elementos se resienten. Algunos de los pasajes musicales están resueltos con técnicas propias de un videoaficionado,  usando recursos de dudoso gusto que resultan totalmente extemporáneos. Hagiografía, documental, biopic, musical o producto de promoción turística, sea lo que sea,  el resultado es un patchwork de piezas de distinto valor. No se entiende el uso de archivos de TVE que muestran al cantaor en los mismos lugares treinta años atrás. Y molesta, terriblemente, el permanente uso de subrayados para dejar claro el mensaje a  los espectadores, llevándonos al paroxismo con el uso de imágenes de niños, propias de una campaña del Domund, para remarcar el significado de la letra del tango “Chiquilín de Bachín”. La Gran Dama de Piedra -esa atalaya de poder y belleza- en ningún momento adquiere el rango de coprotagonista para el que había sido convocada, quedando su interpretación relegada a un deslucido papel de escenario. 

   Cosa distinta son los artistas que participan. Morente es ya, sin ambages, uno de los cantaores fundamentales de la historia del flamenco. Su búsqueda permanente, su inconformismo, su apertura de miras y su arrojo, su amor y conocimiento de la tradición, han devenido en la construcción de un repertorio propio a partir de la recreación personal de los estilos tradicionales, la autoría musical y la renovación de las coplas. El disco Omega (1996) terminó de colocarlo en el circuito de los músicos venerados por una selecta minoría, trascendiendo los márgenes de la afición flamenca. En este contexto -en esa permanente retroalimentación- debemos situar la elección de los artistas que le acompañan. Unos más flamencos que otros, otros más internacionales que unos. Al baile, Israel Galván – funámbulo creador de una nueva y fascinante estética en la danza flamenca- y Blanca Li -una inquietante máscara-; al cante,  Estrella Morente –una griega, que diría el poeta-, Khaled –la otra orilla- y la extraordinaria Ute Lemper –promoviendo la necesaria conexión canalla entre el cabaret berlinés y nuestros cafés cantantes-; al toque, Tomatito, Pat Metheny y un desaprovechado Juan Habichuela. Faltan los Lagartija Nick, pero lo resuelven con un vídeo clip.

   Don Enrique el Travieso trasmutado en Tom Waits flamea unos versos de Cernuda o presenta a dos desconocidos: María Zambrano y el flamenco; consuma la alianza de civilizaciones vertiendo a San Juan en los baños o compone la saeta lorquiana a pie de trono. Escenarios, momentos, ausencias o silencios. Agua, flora y fauna. También está el dolor, la injusticia y el hambre. Lástima que el cantaor se muestre tan incómodo en el playback, lástima que el director no ha ya sido capaz de darle intensidad al conjunto.

   Pero todo ha valido la pena si suenan los acordes de la soleá. Como tributo al célebre concurso allí celebrado en 1922, en una noche gélida, cantando al relente, Morente llora y los tercios que salen de su garganta, rozada, herida,  llevan la queja de todos los hombres. Brota el cante en morosa erupción, humeante, en rescoldo, y ya en el temple inicial estremece hasta a las piedras. Todos callan, o por ser cosa inanimada o por el pudor que produce tanta verdad y tanta belleza: el cantaor es un ángel que no ha conocido el cielo. Tomatito, rotundo, le acompaña con todo el cuerpo, acunándolo, sabedor de que el milagro se está produciendo. “Déjala que vaya y venga/al pilarico por agua/que puede ser que algún día/en el pilarico caiga”. Tres estilos de Cádiz y cantiña de remate. Es la sentencia del tiempo, la  paradoja de este arte, su insumisión y  su grandeza. Las cien mil aventuras emprendidas, los caminos recorridos, los aciertos y los errores convergen y nutren este monumento a la tradición y a los maestros.

   Se cumplen 40 años de la publicación de su primer trabajo, que se dice pronto, y sorprende que aún hoy se muestre más rompedor, que genere más controversias que los jóvenes que se declaran sus discípulos. Y que lo haga cantando en latín o en inglés. Son las licencias de quien ha recorrido el trecho –breve o perpetuo- que separa la incomprensión de la conquista de un tiempo, el suyo.

Francisco Sarabia Marchirán