Para empezar, hay que partir de una premisa obvia: no hay una seña de identidad lingüística con categoría de idioma propio en la Región de Murcia, con la única posible excepción al final reseñada. No tenemos una lengua exclusiva. Tampoco un dialecto. La ciencia filológica nos dice que la variedad del español en esta tierra sólo tiene consideración de habla. Es decir, el grado de divergencia respecto a la norma del español común es mínimo. Lo cual, afortunadamente, nos universaliza, más que nos aísla. Ocurre que, eso sí, el cúmulo de vulgarismos, presentes en todos los niveles lingüísticos (fonológico, fonético, morfológico -sobre todo en el aspecto léxico-, sintáctico y semántico) es, acaso, notoriamente más extenso de lo que sería preferible. O, dicho de otro modo, entre los registros 'legítimos' propios de las hablas de la Región de Murcia, se acomodan con mimetismo considerable y vasta extensión tanto social como geográfica, los vulgarismos. Aquéllos, los registros con propiedad lingüística, constituyen patrimonio susceptible de conservar, proteger y extender; no así ocurre con éstos, los vulgarismos, que, significando pobreza de lenguaje e impropiedad estructural, deben ser, en lo posible y con los modos y maneras adecuados, extirpados de las hablas populares de la Región.
Hemos subrayado la frase alusiva a la metodología que se debe usar en el tratamiento de los vulgarismos en las aulas de Secundaria en la Región, porque dichas maneras de proceder en clase son consustanciales con el mismo hecho de la corrección. Hay que huir del viejo método de la represión y el menosprecio hacia las hablas populares plagadas de vulgarismos. Con tal habla, el alumnado común se relaciona en todo el plano afectivo de su vida, desde el ámbito familiar al amistoso. Denostarlo en el aula sólo puede traer consigo, como lo ha venido trayendo desde que así se hace, reacción y militancia contra la norma.
¿Qué hacer, pues, en este campo didáctico-lingüístico? Desde luego, y en primer lugar, no huir de dicho problema. Hacerlo no puede ser entendido por el discente sino como una permisividad tácita hacia dicha manera de hablar; manera de hablar que, luego, cuando lleguen los tiempos de inserción laboral del alumnado, puede constituir handicap o desventaja respecto de competidores por puesto de trabajo; sobre todo fuera de la Región.
Entre huir del problema, no afrontándolo en clase, y corregir con el objetivo de erradicar, con la pretensión de que se sustituya la norma vulgar por la culta, existe una solución, no de compromiso, que sonaría a pacto con el error -lo cual no se compadece con la perspectiva científica que debe informar toda actuación en el aula-, sino de realismo psico-sociológico. La clave del problema es que el alumnado entienda la existencia de ámbitos socioculturales distintos, a los que corresponde una distribución de registros de habla propios. Es decir, la tarea del profesorado en este aspecto debe ser: primero, inducir en la conciencia del alumnado la existencia de los dos registros, culto y vulgar; así como la autoadscripción del habla propia de cada individuo a uno de los dos registros. En segundo lugar, incitar a la consecución, o mejora en su caso, del nivel de registro culto de cada cual. En tercer lugar, efectuar dicha tarea desde la perspectiva de añadir el registro culto -o, insistamos, mejorarlo- al vulgar que ya se posee; nunca sustituirlo en dura pugna en la conciencia lingüística de la persona. Cuarto; una vez entendido e iniciado dicho planteo, esclarecer los criterios por los que se ha decidir personalmente en qué ámbitos o dominios hay que expresarse en el registro culto, no por imposición social, sino por propia conveniencia. Desde luego, el aula, el centro escolar por entero, es uno de los ámbitos en los que el registro culto debe estar presente. Y quinto, dejar sembrada la idea de que, desde luego, la complementariedad de ambos registros es sólo estratégica; a largo plazo, debería prevalecer, si no por entero, sí de manera decididamente mayoritaria, el registro culto. Dicho de otra manera, hay que concienciar a todos los discentes de que han de constituirse en la primera generación en la que se rompió la situación de prevalencia del registro vulgar sobre el culto. Naturalmente, semejante tarea es titánica, acaso utópica, pero no por ello obviable en el quehacer didáctico del docente. Muchas otras tareas son igualmente utópicas o dificilísimas de conseguir, pero nadie postularía su eliminación de la lista de los objetivos escolares.
Así pues, resumiendo y acaso simplificando, digamos que el profesorado -y creemos que no sólo el profesorado de lengua- debe indicar la variante culta del vulgarismo -aunque sólo sea ortológico- escuchado al discente, en los modos y maneras antedichos. Nunca avergonzando, nunca reprendiendo, nunca menospreciando no ya al individuo, sino ni siquiera a su forma de expresarse. Se trata de adquirir, añadiéndolo al vulgar que ya poseen, el registro culto de la lengua. Y señalarle los criterios en que dicho registro debe ser usado, insistimos que por propia conveniencia del individuo. No corregir vulgarismos es escamotear al alumnado un instrumento de excelencia para su futura inserción no ya tan sólo laboral, corregirlo a la antigua usanza es 'vacunar' y predisponer contra dicha excelencia, que sólo puede traer beneficios al individuo.
Ahora bien, ha quedado en el aire la distinción entre vulgarismo y registro propio del habla local. La separación entre ambos conceptos es muy clara; pero no lo es tanto su explicitación en listas concretas de unos y otros usos. Incluso caben diferencias de criterio entre entendidos en la materia. Dicha distinción en muy clara en el campo léxico: bajoca, alcacil, perigallo, boria, leja... son formas léxicas legítimas, pero el abuso de vocales abiertas para la formación de plural, la excesiva nasalización de finales tónicos en 'on', el uso personal del verbo haber en construcción autónoma, la confusión entre indefinido y presente de subjuntivo en la primera persona del plural y otras, son clarísimas muestras de vulgarismos corregibles. Entre dichos casos de evidente catalogación, existen otros de identificación dudosa, o, por lo menos, controvertible. En tales ocasiones, debe ser la sensibilidad y formación del profesorado quien emita juicio, sin que haya que huir de la inmediatez de toma de postura hasta poseer documentación adecuada o haber evacuado la necesaria consulta.
Queda en el aire el problema de cómo tratar en el aula realidades sociolingüísticas tales como el panocho, la llengua murciana o el ícue cartagenero. A todas ellas, la ciencia filológica las desconoce. No deben ser objeto de análisis didáctico-científico en clase. Se trata de, llamémoslas pseudolenguas, que no constituyen sistema de comunicación registrable en grupo social alguno. Son construcciones de carácter jocoso, de naturaleza literaria, u oratoria en algún caso, sin ningún grado de nivelación, y con una necesidad abrumadora de neologismos para poder abarcar los numerosos ámbitos de la realidad que toda lengua, constituida como tal, sí puede expresar. Ahora bien, ello no quiere decir que no se promueva la discusión en el aula sobre algún texto de dichas realidades, en ocasiones apropiadas. Pero, quede ello bien claro, ha de ser para excluirlas de la consideración de sistemas de comunicación completos y estructurados. Algo así como se haría en una clase de Química con textos procedentes de la antigua Alquimia.
Y cerremos nuestra intervención en este foro, aludiendo a la excepción posible señalada en el párrafo inicial. Se trata de la existencia en el suelo regional de localidades donde, para alguna parte de la población, el catalán, en su variante valenciana, es idioma materno. Nos referimos a la pedanía yeclana de Raspay, y acaso otras situadas en la misma raya de Alicante. ¿Debe la autoridad educativa de la Región de Murcia contemplar esta realidad? ¿De qué manera? ¿Se debe actuar con dicha población imponiéndoles la inmersión lingüística educativa en español? Son cuestiones a las que se debe responder políticamente, no desde la perspectiva de la didáctica de la lengua.
Santiago Delgado