La Semana Santa de Cartagena ha aportado a través de sus cofradías y los consiguientes desfiles un ritual que le identifica y diferencia de sus homónimas en el conjunto nacional. Tiene los rasgos comunes de todos los cortejos pasionarios, imprescindibles en la organización y estructura del desfile, pero aporta otros que le dan su propia impronta y señas de identidad. Sus elementos aglutinadores son los mismos que cualquier otro cortejo: penitentes (capirotes), porta-pasos, tallas vestidas con sus mejores galas, velas y flores, músicos.

    La diferencia radica en la singularidad que le va a ir proporcionando la máquina procesionista (cofradías, agrupaciones, mecenas, entre otros): el ideal no va a ser otro que la búsqueda de una perfección en el ''desfilar'' de los penitentes. En el orden y en el lucimiento se encuentra el ''leit motiv'' de los desfiles cartageneros. Los signos externos siempre fueron y siguen siendo un referente de las cofradías, como son sus propios colores, insignias, escudo y, por supuesto, su propia identidad, todos ellos muy alejados de la austeridad y la sencillez que debieran sustentar el modelo a seguir.

   Formas de actuar

   Desde el mismo momento en que se pone en marcha el inicio del ciclo pasionario cobran vida los actos intrínsecos que dan impronta al festejo: el Miércoles de Ceniza da el pistoletazo de salida para la celebración de los cabildos en los que, además de exponer a la consideración y sanción de las respectivas Juntas Generales los estados de cuentas anuales, se pone ''sobre el tapete'' la cuestión palpitante: a decidir si salen o no las procesiones. (Cartago Nova, abril 1936). La abundancia de gestos externos: estandartes, hachotes, comisarios de tercios, piquetes de soldados y bandas de música -éstas rivalizan entre sí y aprovechan los compositores para estrenar nuevas partituras-, progresivamente van sobredimensionando el cortejo y dotándole de un gigantismo vinculado al aumento de sus pasos pasionarios y la lentitud y larga duración de los desfiles.

    Un entramado tan complejo obligará a la reforma de los estatutos de las cofradías -es el caso de los marrajos, decidida en abril de 1940, a propuesta de su Hermano Mayor Antonio Ramos Carratalá- para dar respuesta al incremento del número de comisarios generales y consiliarios. Los Comisarios de Tronos tendrán la función de velar para que aquellos no hiciesen paradas largas so pretexto de saetas, ni mas paradas que las impuestas por la marcha natural del conjunto y el descanso de los porta-pasos.

    La comunicación con el pueblo

    Luz, flor, tronos -algunos de más valor artístico que la propia talla- y música ''las bandas rivalizan entre sí como si de un concurso se tratara- y la presencia al final del cortejo de los piquetes militares han permanecido como los símbolos y referentes propios del gusto de los rectores de las cofradías y agrupaciones''. Éstos profundizan en la sensibilidad de la gente común contagiando a ésta  de una emoción proyectada desde dentro del desfile pasionario como si de un coso multicolor se tratase, no en vano ambos tienen muchos más puntos comunes en cuanto a derroche y festival que diferencias. La simbiosis es perfecta y una vez más prima el desfile de oropel sobre la calidad de las imágenes y la devoción que transmiten.

    La propia inercia del festejo pasionario acumula expresiones y una simbología netamente popular. El sonido peculiar del pito de los judíos (soldados romanos) y sus tradicionales tocatas resultará imprescindible en todos los desfiles y actos a los que concurren. Los personajes bíblicos presentes en los cortejos desde antaño introdujeron un componente histórico y atípico algo controvertido. Ante el paso de La Oración del Huerto ''en el cortejo del Miércoles Santo- desfilaban hebreos e intercalados entre éstos un nutrido grupo de personajes pintorescos: Herodes, David, el Sumo Sacerdote, Faraón, Josué, Moisés, los levitas''que, con el tiempo, fueron desplazados a la procesión del Domingo de Ramos por resultar más apropiados para este desfile. (VICH TORTOSA, 1957: 32-33).

    El lujo

    No hay que olvidar el cambio fundamental que supuso para los desfiles la iluminación de los tercios sin la dependencia del alumbrado eléctrico que se tomaba de la red en las calles por las que transitaba el cortejo. Los alumbrantes precedían a determinados pasos luciendo ropajes similares a los penitentes -pasos de Santiago y San Juan- o vestían a semejanza de los antiguos hebreos y samaritanos -La Oración del Huerto y La Conversión de la Samaritana-. A partir de 1960 la iluminación será a base de pilas y en los tronos se colocaron acumuladores. Incluso un año antes llegó a impulsarse un sistema a base de gas butano.

    El denominado lujo procesionario contrasta con la humildad popular. El derroche de luz y de flor trajo consigo un elevado presupuesto y compleja financiación del festejo. La profusión de estos dos elementos y las filas luminosas y exactas de los capirotes compondrán los rasgos fundamentales de lo que Pedro Bernal ha denominado tipismo cartagenero. (BERNAL, 1962). El incremento de la popularidad de los festejos pasionarios llamó la atención de quienes los comercializarán como un producto de enorme predicamento entre el gran público. Así, La Casa Castelló inició la producción de películas religiosas y entre sus proyectos incluyó en los años veinte la filmación de las procesiones cartageneras junto a otros momentos de la Semana Santa. (Cartagena Ilustrada, 15-4-1927). Otro elemento que contribuyó a ''engordar'' la semana de pasión fueron los actos religiosos de las agrupaciones que recargaron estas fiestas de forma ostensible, siendo censurada su proliferación por la propia cofradía (Cofradía Marraja: Libro de actas cabildos permanentes, 29-11-1946 a 23-2-1952).

    Semana Santa, religión y paganismo   

    No faltó el complemento lúdico y popular indispensable en unas fiestas que ante todo abrían el ciclo primaveral. La Semana Santa no se podía entender sin las fiestas paganas. Todo a su tiempo y en su contexto. Los años veinte hicieron gala de su pródiga abundancia de bienes para los grupos hegemónicos. La pequeña burguesía cartagenera compartía los programas de festejos junto a los menos favorecidos, un mismo escenario -muchas veces, la calle- pero con roles diferentes: batalla de flores, verbenas populares, castillos, Fiesta Literaria, acontecimientos musicales, fútbol, regatas y corridas de toros. Especialmente suntuosa fue la verbena en la calle Real con motivo de las fiestas de Semana Santa.

    El propio alcalde de esos años, Alfonso Torres, propició su impulso dirigiéndose en más de una ocasión a la ciudadanía con la frase de costumbre: ''Habrá procesiones y fiestas grandes'' (Cartagena Ilustrada, nº. 17 (15-1-1926). Las cofradías pusieron en marcha sus festivales teatrales y zarzuelas a beneficio de las mismas varios meses antes de Semana Santa. Jóvenes aristócratas locales interpretaron las obras del momento: La Calesera y La Montería entre 1926 y 1927, a beneficio de la Cofradía Marraja, entre otras. Sus oponentes californios hicieron lo propio con la comedia lírica, Doña Francisquita.

    Las fiestas primaverales compensaban el periplo pasionario. El objetivo final, convertidos los festejos en un producto mercantil por la atracción de visitantes que generaba, no fue otro que el incremento del número de consumidores en la tupida red de establecimientos comerciales. La población del extrarradio de la ciudad ritualmente se desplazaba en masa junto a una extraordinaria afluencia de forasteros con el propósito de contemplar los tradicionales desfiles penitenciales, que dan vida y nombradía en esos días a esta nuestra tierra, siempre propicia al divertimiento y a la expansión (Cartago-Nova, 1926). La mayoría de los cofrades militantes pertenecían a los grupos más distinguidos de la población y, entre éstos, figuran un notable número de comerciantes.