Ésta se abría a la historia con una mirada dirigida al mundo romano, convertido en el eje cultural de la Hispania supuestamente visitada por el apóstol Santiago. La función de pórtico desempeñada por tal sala invitaba a reflexionar sobre los orígenes de la iglesia de Cartagena cuya antigüedad se ponía en relación con ese acontecimiento. La realidad artística, la evidencia arqueológica y la tradición, cobraban una fuerza singular pues eran testigos de esa equilibrada realidad, más allá de las conocidas polémicas habidas desde el siglo XVI sobre la autenticidad de ciertos episodios y la aparición de falsarios trucadores de la historia. Al Ara de la Lechuza o de Minerva seguían los Genios de Mazarrón, custodios de la prosperidad de unas tierras gobernadas, según Polibio, por el dios Plutón, artífice de la riqueza minera de Hispania, y a éstos, ya en la Sala Capitular, convertida en recinto basilical, la historia religiosa verdadera, la que evocaban la cruz de Cehegín, el iconóstasis de Algezares, el códice mozárabe de Toledo, las lucernas y vasos sagrados de Cartagena, y la que imaginaron Morote, Fray Leandro Soler, el padre Flórez y sor María Jesús de Agreda, una monja visionaria que aseguraba haber resuelto el enigma de la llegada de Santiago a España y así lo comunicó al rey Felipe IV.

     En los recorridos cronológicos establecidos para mostrar la realidad de unos territorios y la verdadera personalidad de sus protagonistas, la Catedral ofrecía demasiados argumentos para analizarlos. La Sala Capitular, ocasionalmente escondida para dejar que en ella se levantara la planta real de la basílica de Algezares, recordaba la fórmula inicial con que en sus muros iniciaba el cabildo sus periódicas reuniones, insistiendo en la continuidad histórica que le remontaba a los tiempos primeros de su existencia de los que se consideraba heredera, pues tras las fórmulas religiosas de rigor, los encabezamientos capitulares que contenían los acuerdos de sus cabildos, incluían la expresión ab antiquo traslata. La Catedral era la heredera de aquellos primeros tiempos en los que se confundían la verdad y la fantasía, hermanadas para construir un glorioso pasado, y así periódicamente lo recordaban sus documentos.

     La historia abría sus páginas en este claustro a otros episodios. El montaje de la exposición cuidaba mantener intacta la contemplación de las bóvedas de Peñaranda como queriendo rendirse ante la venerable antigüedad de unos muros en los que quedaba marcada una parte importante de aquel relato. Por eso, las capillas claustrales, las más antiguas de toda la catedral, fueron reservadas para mostrar la realidad de unos personajes imprescindibles cuya trascendencia era equiparada a la dignidad de los espacios a ellos reservados y así contemplarlos en toda la grandeza propia de la contribución cultural, literaria, artística, científica o religiosa que llevaron a cabo. Entrar y salir de aquellas capillas suponía un rito que obligaba al visitante a detenerse en un momento dado del pasado, no contemplado en un sólo golpe de vista sino en la pausada quietud de unos movimientos en los que era la propia historia la que cobraba vida para invitarle a pasar las páginas del imaginario libro en que quedaba convertida esta exposición. La majestad de Isidoro de Sevilla, la belleza herética de Ibn Mardanix, la delicada textura zoomórfica de los candiles califales, las imprecaciones de las yeserías musulmanas, eran testigos de una realidad contada por medio de imágenes.

     Cuando la capilla de D. Juan Manuel mostraba como en un relicario las Cantigas de Alfonso X el Sabio, la historia adquiría un rango universal

     El visitante quedaba sorprendido por la belleza de las obras que había contemplado. La realidad histórica seguía su curso tratando de ser mostrada como el verdadero protagonista de esos primeros pasos que aún velaban la contemplación de la Catedral, en gran parte oculta para dirigir la atención hacia los objetos presentados. El acceso a una parte del crucero norte marcaba el límite a ese recorrido en el que concluía la historia. El gran siglo murciano, su siglo de oro por excelencia, era alumbrado por la efigie de un rey protector, por la labor de sus artistas y reformadores, por el protagonismo de la arquitectura militar de Cartagena y por las grandes operaciones urbanísticas de la ciudad de Murcia. Nunca quedó desvinculada la historia del territorio que le era propio, el hombre de su paisaje o la ciudad de su arquitectura hasta concluir en los días en que una reina favoreciera a la catedral consumida por un incendio. Así podían recorrer un itinerario paralelo la historia del obispado de Cartagena y la del reino de Murcia.

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