La exposición Huellas contenía varios itinerarios artísticos y simbólicos; uno de los cuales, entre los más llamativos, era el dedicado a la orfebrería por el carácter suntuario de las piezas expuestas y por la alta calidad alcanzada por los plateros murcianos. La platería era un arte definido por Juan de Arfe como variedad de la escultura, y a su estudio y teoría dedicó un famoso tratado, en el que quedaban contenidos los principios reguladores de una actividad precisada de constante vigilancia, dado el valor altísimo del material manejado y la necesidad de evitar fraudes tanto en la composición del metal como en su manipulación. Por eso, las regulaciones oficiales merecieron el interés de la Corona, se promulgaron estrictas ordenanzas, se dieron leyes que determinaban los pesos y medidas y se ordenó que los plateros establecieran sus talleres en lugares públicos, en los que pudieran ser fácilmente inspeccionados por los veedores y garantizada la pureza de sus obras. Calles con el nombre de Platería aparecieron en las ciudades porque en sus espacios se ubicaban los talleres de estos orfebres y porque su carácter céntrico, desde el punto de vista urbano, permitía realizar las labores de control a veedores, fieles contrastes o marcadores oficiales de las ciudades y reinos.

     No toda la actividad de estos orfebres estuvo dedicada a los objetos litúrgicos, pues realizaban otros dedicados al embellecimiento personal, al ajuar doméstico lujoso, o la ejecución de diversas joyas, pero sí que en su mayoría era el servicio a la Iglesia la actividad más frecuente, por ser ésta su cliente más importante y por la trascendencia artística alcanzada por las piezas utilizadas en el culto, muchas de las cuales en forma de custodias y ostensorios, de cálices o copones, eran contempladas públicamente al ser utilizadas en las diarias ceremonias religiosas o eran reservadas para las grandes solemnidades.

     Este arte, en el que se empleaban los materiales más nobles, era también el más adecuado para la función eminente que le reservaba el culto diario. La importancia del ritual no era sólo cuestión de escondidos significados en los giros y movimientos del celebrante o en el carácter profético de sus palabras, sino que se traducía igualmente en signos visibles de una riqueza material, adecuada al más alto de los fines reservados a piezas que habían de estar en contacto permanente con la divinidad. Cuando Santo Tomás de Aquino definió a la Eucaristía como la divinidad escondida añadió que bajo las formas artísticas que el hombre había adoptado para venerarla latía el verdadero espíritu de Dios. Ese convencimiento fue el que fomentó la abundante presencia de materiales ricos y nobles asociados al culto, a la liturgia y a la administración de los sacramentos, porque eran los únicos capaces de transmitir ese poder emanado de Dios y porque éstos, desde el mundo antiguo, habían sido patrimonio exclusivo de los dioses con cuya nobleza se equiparaban. Los poetas de la Antigüedad asociaron el oro a Dios como el más conveniente a su presencia y el propio Yaveh dio instrucciones para la construcción de su suntuosa morada decidiendo la nobleza de los materiales y las dimensiones de su construcción. El carácter suntuoso, rico y espléndido del santuario quedaba así fijado, y la hermosura amada por el autor del salmo que definía la entidad fastuosa del templo era entendida como trasunto brillante de una divinidad escondida en las espléndidas formas de la orfebrería.

     Las grandes custodias revestidas de piedras preciosas, fundidas con nobles materiales para ser situadas en las tramoyas de los manifestadores, asociaban su presencia a los efectos sorpresivos de la maquinaria escénica ubicada en los retablos, mostrando y ocultando, según la ocasión, los receptáculos maravillosos de la divinidad cuya cercanía era más próxima en las elaboradas formas de la orfebrería entendida como una suerte de escultura fundida en oro y plata.

     Esta posibilidad de acercar la riqueza de los materiales a los efectos sorpresa de los mecanismos teatrales, que velaban o mostraban el sacramento de la Eucaristía, fue una de las incorporaciones aliadas a la nueva consideración jerárquica con que era dotado el mayor de los misterios del cristianismo. Elaborados y monumentales manifestadores albergaban ricas custodias veladas a la contemplación cuando las puertas de los tabernáculos quedaban cerradas o ser expuestas a la pública veneración cuando, descorridas por poleas o guías que regulaban sus movimientos, quedaban envueltas en fastuosa evocación de un paraíso realzado por el brillo de las doradas máquinas de los retablos en los que era posible encontrar la respuesta a la presencia de la divinidad mediante la didáctica sugerente de los misterios concreos de la religión presentes en la iconografía de los retablos.

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