Eduardo Rosales. Virgen de la Fuensanta. 1873. Museo de Bellas Artes. Murcia
Eduardo Rosales. Virgen de la Fuensanta. 1873. Museo de Bellas Artes. Murcia
Fundación Cajamurcia
Anónimo. Virgen de la Arrixaca. Siglos XII-XIII. Iglesia de San Andrés y Santa María de la Arrixaca. Murcia
Anónimo. Virgen de la Arrixaca. Siglos XII-XIII. Iglesia de San Andrés y Santa María de la Arrixaca. Murcia
Fundación Cajamurcia

     De esta forma los santos se convirtieron no sólo en modelos a imitar sino en talismanes de la vida del hombre frente a los poderes incontrolados de la Naturaleza. Sometido el hombre a los designios de una climatología excepcional, origen de su felicidad y de su desgracia, no podían caer en el olvido quienes se ofrecían como su escudo protector. Cosechas y ganados eran la fuente de su bienestar garantizado por la fuerza protectora de esos santos o de sus venerables reliquias, exhibidas periódicamente para impetrar la clemencia del cielo o impedir las crecidas de un río que a su paso arrasaba vidas humanas y cosechas.

     El Lignum Crucis, los altos conjuratorios de la torre catedralicia, las voces inquietantes del conjuro, las reliquias y las imágenes de determinados santos, como instrumentos de protección y de defensa, actuaban de mediadores entre los hombres y la divinidad. La popularidad de ciertos santos –San Sebastián, San Roque, San Antón, Santa Bárbara, San Cristóbal– fue la que impuso un repertorio de imágenes muy familiares a la vida del hombre, ya que su protección garantizaba la bondad de una cosecha, la aniquilación de una plaga, el alejamiento de una tormenta o el final de una epidemia. Las ermitas e iglesias parroquiales más antiguas recuerdan la veneración existente a estos santos en forma de patronazgos oficiales o de cofradías en las que se custodiaba celosamente la imagen titular alrededor de la cual giraba toda la vida de la comunidad. El hombre miraba a menudo al cielo del que procedía el consuelo a sus desgracias y la fuente de sus alegrías. Un santo –San Juan de junio– daba comienzo al año fiscal y económico, las parroquias se convertían en monumentales referencias urbanas prestando sus nombres al de los barrios en que se ubicaban, los concejos pedían rogativas como remedio a los males públicos y, así, bajo la protección de las imágenes, el hombre desarrollaba su existencia a expensas de unos terribles acontecimientos que sólo la mediación de los santos o las reliquias podían remediar.

     La exposición Huellas, por tanto, dedicó un lugar preferente a las imágenes como entidades portadoras de esos significados. Tras las exigencias de la historia impuesta por la oficialidad de ciertos santos, las primeras advocaciones parroquiales, asociadas a esa función apotropaica, iniciaban el camino que ponía de relieve las funciones primigenias de la escultura como testigo de un arte de origen divino. Decían los griegos que habían caído del cielo aquellos ejemplos toscos hechos de madera, a los que llamaron xoana, dada la función protectora asociada a los mismos como enviados por los dioses para protección de los humanos. Esa vinculación con lo sobrenatural era la misma que ofrecían los santos mencionados o el Milagro de San Blas, la Virgen de los Peligros, la de los Cautivos, el San Antón de Salzillo, y cuantos en la exposición facilitaban la comprensión de unos recorridos iconográficos dispuestos para mostrar cómo la vida de las imágenes marcó la vida de los hombres.

     En ese camino de sugerencias artísticas, históricas, religiosas o antropológicas, las patronas alcanzaron un lugar de privilegio de forma que, entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, los viejos modelos medievales fueron sustituidos por otros más modernos, y los conservados se transformaron para acomodarse a las modas del barroco. La lorquina Virgen del Alcázar fue sustituida por la de las Huertas; la Caridad de Cartagena se convirtió en símbolo de la ciudad gracias a la aureola misteriosa que, según la tradición, rodeó su presencia; la de las Maravillas de Cehegín asombró a todos por su peregrina belleza y, en fin, un fallo meteorológico imprevisto condenó al olvido a la de la Arrixaca favoreciendo a la Fuensanta. En el fondo de tales operaciones existían otras inquietudes, alentadas por las órdenes religiosas, administradoras y custodias de esos grandes iconos religiosos fuertemente vinculados a la mentalidad popular que los había convertido en objeto de sus preferencias devocionales y en testigos de una legitimidad histórica que ahora se pretendía revalorizar. Concejos, cabildos catedralicios, agustinos, capuchinos o franciscanos anduvieron revueltos en estas operaciones surgidas en momentos de intensa reflexión histórica. No es posible imaginar panorama más interesante que aquél que muestran esos años en los que los santos y los hombres anduvieron mezclados para defender sus intereses mediante la renovación de las devociones oficiales.

     En ese contexto, las preferencias barrocas favorecieron un tipo determinado de imagen ya estuviera vinculado a la acción de determinadas órdenes religiosas, favorecedoras de cultos concretos –el Rosario, por ejemplo, o la Virgen del Carmen como defensora de las almas– ya surgiera como resultado de devociones personales. En la diócesis de Cartagena, la Inmaculada y la Virgen de los Dolores ocuparon un lugar de honor por el favor prestado a su declaración dogmática o por haberla convertido en valedora de la victoria borbónica en la Guerra de Sucesión. Que una imagen llorara ante la inminente llegada del ejército del Archiduque, compuesto en su mayoría por luteranos, aunque su caudillo fuera un católico austríaco, era tomar partido por uno de los contendientes. Y eso comprendió Belluga al convertirla en símbolo de su devoción personal y favorecer con ello la difusión del culto a la Virgen de los Dolores bajo la iconografía de Dolorosas o de las Angustias magistralmente interpretadas por Francisco Salzillo.

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