Francisco Salzillo. Santa Florentina (detalle)
Francisco Salzillo. Santa Florentina (detalle)
Fundación Cajamurcia

     En páginas anteriores quedó dicho que uno de los fines principales del obispado de Cartagena fue el de recuperar su vieja historia para mostrarla llena de vigor y de gloria. Como entidad territorial dotada de un gobierno espiritual, crecida por privilegios reales y recompuesta tras la reconquista, anotó su pasado uniendo al mismo las mercedes y privilegios con que fue enriqueciéndose hasta constituir un obispado importante necesitado, como las grandes iglesias cristianas, de un santoral propio que apuntalara su grandeza. La tradición le recordaba su origen apostólico; la existencia de grandes prelados en los Cuatro Santos, la vinculación con el estado visigodo con el que tendía un puente deunión revalorizando las figuras de los hermanos y del sobrino martirizado, introduciendo sus figuras, promoviendo la celebración de oficios litúrgicos propios, trayendo sus reliquias y diseñando grandes programas escultóricos en los que éstos ocupaban un lugar de honor.

     La grandeza del pasado era similar a la del presente o, al menos, en él se encontraba la justificación necesaria para asumir la función rectora de toda la sociedad. El fin último del hombre era su salvación y la Iglesia poseía los mecanismos administradores del premio y del castigo futuro, mostrados en la grandeza espiritual de aquellos santos que fueron capaces de garantizar la perfecta unión entre aquellos mundos.

     Muchos intereses temporales quedaron enmascarados bajo unas aspiraciones en las que el aliento de lo sobrenatural fue invocado como origen e instrumento de los avatares de la historia. Cuando en los Alporchones, murcianos y lorquinos pusieron en fuga a los musulmanes en una discreta escaramuza, los ecos de aquella pírrica victoria invocaron la protección del santo del día, San Patricio, convertido en nuevo apóstol de la causa hispana y en protector indiscutible de los habitantes de dos ciudades importantes del reino. Los avances de la Reconquista se enmarcaban, pues, en un plan sobrenatural por el que hasta los santos extranjeros tomaban partido.

     El caso de San Ginés de La Jara era más importante que el anterior. A pesar de compartir con él una biografía llena de situaciones rocambolescas, su condición de sobrino del emperador Carlomagno lo dotaba de una dignidad especial. Arrojado al mar como supuesto causante de una tempestad que amenazaba hundir el barco el que navegaba, arribó a las costas de Cartagena para realizar su secreto sueño de convertirse en eremita, despreciando los honores que le deparaban sus vinculaciones familiares y su condición de Par de Francia. Como muchos otros santos mostró desde la tumba su deseo de permanecer enterrado en las cercanías del mar, en el lugar en que los ángeles, como albañiles ocasionales, le ayudaron a edificar una ermita, salvó de la muerte a un pobre obrero y se negó a reposar con todos los honores en su Francia natal, huyendo misteriosamente sus despojos mortales de la rapiña de los emisarios imperiales.

     La historia subía de rango, pues ya podía exhibir orgullosa la iglesia diocesana a un apóstol, como lux et decus Hispaniae, a cuatro hermanos que habían representado lo mejor de todas las manifestaciones culturales y religiosas de la España visigoda, tenía como aliado a un evangelizador y era la depositaria de la memoria de un santo a quien dedicó una de las puertas de acceso a su principal templo. Esa historia aún se hacía más noble cuando un rey moro, Abu Zeit, se convirtió al cristianismo ante la aparición milagrosa de un Lignum Crucis arrebatado por unos ángeles del pecho del patriarca de Jerusalén para ser trasladado a Caravaca. No era la primera vez que santos o reliquias volaban por los aires para quedar depositadas en lugares a los que la providencia había escogido como destino, pero la excepcionalidad de ésta, considerada blasón insigne del reino, exigió una acción también excepcional: la edificación bajo iniciativa regia de una iglesia que habría de convertirse en su monumental relicario. La Iglesia se convertía ante los ojos de aquellos siglos en motor de la Historia, uniendo a su grandeza los sucesos milagrosos que exponía y el éxito de ciertas empresas políticas.

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