Antonio Peñas. Conde de Floridablanca. 1854. Palacio Real Madrid
Antonio Peñas. Conde de Floridablanca. 1854. Palacio Real Madrid
Fundación Cajamurcia

     José Vargas Ponce (Cádiz, 10 de junio de 1760 - Madrid, 6 de febrero de 1821), fue marino e ilustrado, coleccionador de antigüedades, escritor e historiador. Sus años de residencia en Cartagena le pusieron en contacto con la realidad cultural y artística del viejo reino de la que dejó juicios poco favorecedores. Su espíritu ilustrado le llevó a recomponer el pasado minuciosamente anotado en unas páginas que hoy constituyen el legado de su nombre en la Real Academia de la Historia, de la que fue su presidente. Perteneció a otras academias españolas con lo que demostró su gran erudición y talento.

Entre 1792 y 1797 era teniente de navío y se carteaba con Jovellanos. Estuvo también destinado en Murcia y Levante, lo que aprovechó para realizar investigaciones arqueológicas que entregó luego al consistorio de Cartagena.

     La España que tocó vivir a Vargas Ponce fue ilusionante y esperanzadora, alentada por el espíritu emprendedor de ilustrados como Jovellanos, Floridablanca, y tantos otros que quisieron rescatarla de años de atraso e incultura. Combatió la Ilustración desde todos los frentes la necesidad de una renovación industrial y tecnológica, intelectual y artística acorde con los nuevos vientos que auspiciaban un cambio sin posible retorno desde las estructuras eclesiásticas a las de la enseñanza, desde el mundo artístico al agrícola, emprendiendo y desarrollando, fomentando y patrocinando nuevos mecanismos que devolvieran a la sociedad los elementos de la cultura que le eran propios.

     Bajo los auspicios del academicismo y de la ilustración se alentaron profundas reformas que superarán la rigidez estructural del estado desde una tributación caótica dispersa en multitud de impuestos y de escandalosas excepciones hasta la elaboración de un nuevo modelo de cultura que obviara los viejos prejuicios de la España tradicional. Hombres como Jovellanos, Capmany, Floridablanca, Campomanes, Iriarte, en el aspecto intelectual e ideológico, Fernández de Moratín o Feijóo, en el literario, por ejemplo, introdujeron aires de reforma y de ambiciones nuevas que despertaron un clima de esperanza en los años finales del siglo XVIII.

     La ubicación del retrato de Vargas Ponce en la secuencia que ilustraba tal época no obedecía únicamente a un criterio de absoluta coherencia cronológica, sino que estaba destinado a mostrar al ilustrado, de origen gaditano, en el contexto de la renovación emprendida junto a otros personajes que dejaron su huella en un siglo de grandes y profundos cambios, pero dotado de una enorme capacidad para la creación artística.

     Vargas Ponce encarnaba valores distintos a los que representaba Salzillo, cuyo retrato quedaba muy próximo. Precisamente el final del mundo que evocaba el escultor significaba la cancelación de los últimos valores del barroco tardío, mientras Vargas Ponce, ácido comentarista de las cualidades del pintor Joaquín Campos, de quien decía era un pintamonas, trazaba la senda emprendida en la renovación de las artes por la Academia de San Fernando y la nueva visión ante la historia que la academia por él presidida estaba introduciendo.

    Hombre de gran curiosidad intelectual y capacidad de trabajo, intervino además en la redacción de nuevas ordenanzas para la Marina y en la reorganización de la Academia de la Historia.

     La relación con los círculos ilustrados no llevó sólo a Vargas Ponce a mantener amistad con muchos de ellos y a colaborar en sus programas de reformas, sino que le permitió la posibilidad de ser retratado por Francisco de Goya como se ve en este cuadro propiedad de la Real Academia de la Historia. Vargas Ponce aparece sentado, mirando serenamente al espectador, vestido con el uniforme militar, de serena y apacible mirada, por haber alcanzado, acaso, la apacible quietud espiritual exaltada en la poesía horaciana.

     El cultivo de las artes, el dominio de la filosofía o de la poesía constituyeron, además, la base de su formación humanística, rasgo que Goya supo introducir al captar la personalidad del marino y la extensa labor intelectual y reformadora con que iba avalado. Pero el hecho de representarlo en una forzada postura no fue obstáculo para traducir toda la apacible quietud que produce el cultivo del pensamiento y el dominio de la cultura, aunque el pintor nos privara del placer de saber cómo eran las manos del marino, las manos de un reformador, ocultas, por abaratar el precio de la obra, en la espalda o en el chaleco.

     Tenía razón Goya al exigir un precio más alto si había de pintar las manos de su modelo. Como los ojos eran la ventana por la que nos podríamos apropiar de los secretos del alma, según los principios de la ciencia fisiognómica, las manos formaban parte de un lenguaje de sentimientos que ayudaban a comprender el estado de ánimo y la expresividad general. El cuerpo humano –sostenían los griegos antes de que los romanos mutilaran bárbaramente a sus emperadores, oradores y filósofos, inventando el retrato en busto– formaba parte de una unidad física e intelectual que no permitía separación alguna sin que resultara dañada la unidad espiritual del ser humano. Y en la exposición Huellas había muchas manos, bellas y hermosas manos, que daban la razón a Goya sobre la dificultad para reproducir los sentimientos que traducían. Las del San Isidoro de Murillo estaban dotadas de la firmeza necesaria para mantener los objetos que mostraban su dignidad episcopal e intelectual, firmeza y seguridad que se tornaban en ligera y sutil apariencia en las de la flautista musulmana para modular los sonidos de una melodía que invitaba a la danza. Cuando Salzillo esculpió las de Santa Clara, dejó constancia de que la levedad con que la santa apenas las apoya sobre su corazón sirve para mostrar la condición mística del personaje sorprendido en ensimismado arrobamiento. El deseo de que la Magdalena no se acerque al cuerpo resucitado de Cristo en la escena del Noli me tangere, exigió unas manos suplicantes y otras temerosas de la cercanía que le acosaba, al igual que el desfallecimiento de Santo Tomás cobraba mayor intensidad emotiva por el vencimiento de su cuerpo que apoya, agotado por el esfuerzo, una mano desmayada sobre el ángel que le auxilia.

     Pero nunca sabremos cómo eran las manos de un ilustrado. Acaso, firmes como la solidez de aquellos principios que desterraron el viejo tópico hispánico que penalizaba el trabajo de las mismas como divina maldición y había sido un quebradero de cabeza para los artistas. Gracián dijo, exaltando la creación literaria y, acaso, la plástica, que muchos hombres tenían la inteligencia en sus manos.

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