Esa realidad anteriormente indicada era uno de los fines básicos de la pintura, recomendada por todos los tratadistas y llevada a sus últimas consecuencias por Velázquez. El estudio del natural, en el que el pintor habría de encontrar cuanto buscare, según la máxima de Pablo de Céspedes, constituía una permanente lección de aprendizaje en la que el artista habría de transitar desde los niveles materiales situados en sus primeras etapas de adiestramiento hasta alcanzar la idea de acuerdo a un proceso similar a como Dios creó a todos los seres. El pincel, competidor valiente de la naturaleza, según lo definiera Quevedo, quedó adiestrado en Velázquez para huír de un concepto abstracto de las cosas “por tener siempre delante el natural”, según decía Pacheco.

     Esos modelos repetidos en muchas de las pinturas realizadas durante la etapa sevillana no sólo estuvieron presentes en algunas de las famosas obras que dieron lugar a conocidas escenas de la vida diaria, sino también a algunos de los asuntos religiosos realizados durante su primera época como pintor para los que se sirvió de determinados tipos físicos. La anécdota del famoso aldeanillo contada por Pacheco y reproducida por Palomino, alude a ese afán de considerar la realidad como parte de la verdad, según decía Justi, y de extraer de la misma todas las posibilidades expresivas posibles.

     Este cuadro de Velázquez, sobre el que se pronunciaron diversas atribuciones, como la que lo hacía obra de Herrera el Viejo, responde a muchos de los modelos y soluciones compositivas del pintor sevillano. La construcción del cuadro recuerda otras versiones de tema religioso como el de San Juan escribiendo el Apocalipsis, pintado hacia 1619. La distribución del espacio parece atender a criterios similares en los que la figura ligeramente girada es concebida bajo una corporeidad similar a una pieza de escultura. El concepto del volumen se asocia a una dirección de la luz y a una distribución de niveles del cuadro en el que la zona resplandeciente del ángulo superior izquierdo, contraria por su brillantez a la penumbra del primer plano, habla de soluciones compositivas, lumínicas y espaciales semejantes. La esponjosa barba y el manto ocre que acompaña a una túnica azulada, recuerdan los efectos del apostolado fechado hacia 1620, lo que mostraría una pintura situada cronológicamente ante soluciones similares en una línea que recuerda al Velázquez juvenil. Los ecos riberescos advertidos por Pérez Sánchez en el San Pablo real y vivo de Barcelona, parte integrante de la serie antes mencionada, traen a la memoria los filósofos del Españoleto, muy próximos a la técnica de este San Pedro, como los recordados por Manuela Mena –San Juan en Patmos o la Inmaculada de la National Gallery, fechadas en 1619– en las que se construye con criterios muy semejantes un motivo iconográfico determinado: manejo de la luz, construcción técnica del paisaje, la forma de destacar la figura sobre un fondo oscurecido, dándole una apariencia corpulenta y rotunda.

     El tema, por la ternura religiosa que expresaba, fue muy popular en la Sevilla de principios del XVII, lo que sería una confirmación más de la respuesta dada por Velázquez a una iconografía muy solicitada como la que le requerían aquellas escenas de taberna e interior tan de moda por los años en que Velázquez vivía en Sevilla. De hecho, el recurso a temas de tan profundo realismo, como el de las llaves del primer término, símbolo del apóstol, muestra una más el valor concedido a la realidad de las cosas, rasgo velazqueño similar al cerco luminoso que envuelve la figura del santo.

     La visión de la realidad expresada por Velázquez encuentra una vez más en la utilización de un modelo concreto, cotidiano, a un prototipo consagrado en su primera pintura y a una representación que acaso conviniera a la rudeza originaria del apóstol, pero no a una iconografía apta, como dice Gudiol, para sugerir la piedad.

     Los dioses y los santos de Velázquez se vistieron de un gran realismo como los filósofos de Ribera. Esa forma de interpretar la realidad fue seguida desde los primeros instantes de su pintura capaz de reproducir la emotiva atmósfera de la Adoración de los Magos del Prado, y de construirla con modelos reales y conocidos. El interés de Velázquez por el carácter de sus personajes le lleva a realizar figuras llenas de espontaneidad y franqueza, rasgo que Palomino justificaba por la afición del pintor a reproducir “con singularísimo capricho y notable genio, animales, aves, pescaderías y bodegones con la perfecta imitación del natural con bellos paisajes y figuras...”. Los dioses de sus escenas mitológicas constituyen una hermosa y noble excepción respecto a la grandeza épica con que el Renacimiento los dotó y Ovidio los había imaginado, despojándolos de la atmósfera grandiosa del clasicismo y de la suavidad y hermosura correspondiente a asuntos “de más seriedad” como recomendaban sus contemporáneos. Lo real, como decía D. Diego Angulo, se proyectaba sobre lo mitológico sin sentido burlesco, como aquí un ser absolutamente real, extraído de los modelos que la Sevilla del siglo XVII facilitaba a diario, correspondía a la forma de ser de un pintor que, al decir de Gudiol, era “tremendamente humano, que en todas las cosas buscó la realidad del personaje, fuera bufón o noble”.

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