La gran joya de la exposición Huellas fue el cuadro que Velázquez pintó para el colegio de Santo Domingo de Orihuela entre 1632 y 1633. Discutida la paternidad velazqueña y buscada una atribución que hizo del granadino Alonso Cano su autor, hoy es unánime la aceptación del pintor sevillano como artífice de esta obra.

     Las razones durante largo tiempo esgrimidas para aproximar a Cano esta memorable pintura se basaban en ciertos recursos técnicos advertidos en el lienzo que parecían invocar el recuerdo de otros pintores, entre los que se ha llegado a mencionar a un nutrido grupo de artistas andaluces contemporáneos de Velázquez.

     La obra, sin embargo, está dotada de inconfundibles rasgos velazqueños basados en la construcción del espacio extendido más allá de los límites físicos del cuadro, creando ejes visuales que conectan los planos delimitados por las figuras de otros sugeridos por los fondos abiertos, a través de los cuales se percibe el paisaje. La tendencia velazqueña a concatenar espacios y a sugerir mediante la fascinación de la pintura una realidad que se extiende más allá de las dimensiones del lienzo está aquí presente, cuando la vista de dirige a la zona por la que una figura femenina huye despavorida ante la amenaza del santo de quemarle con un tizón encendido. Esa condición velazqueña de romper el espacio cerrado del cuadro, creando contrastes entre los fondos y el realismo de los primeros planos, contraponiendo escenas de un gran valor simbólico en las que mezcla el bodegón con el asunto religioso, aparece en esta obra con el deseo de sugerir una especialidad escénica que en tiempos diferentes ayuda a comprender el significado del cuadro.

     Con estos recursos el contemplador tiene la oportunidad de situarse ante una serie de realidades distintas. La historia narrada alude a un pasaje de la vida de Tomás de Aquino, puesta a prueba su castidad por una cortesana introducida subrepticiamente en su celda. El desfallecimiento del santo es quizá una de las grandes soluciones de esta pintura, pues lo representa cuando la tensión ha cedido ante la huida de la cortesana y es auxiliado por dos ángeles mancebos que acuden a confortarle. La belleza del que sostiene el cíngulo de castidad que ha de imponer al santo y la ternura del aguanta su cuerpo desfallecido, muestran una escena llena de efectos místicos y sensoriales ayudados por la victoria final alcanzada y por la vistosidad de las túnicas angelicales, una de las cuales responde a las tonalidades ocres típicas de Velázquez.

     Pero el pintor no puede olvidar que frente al dominio del color él fue el más completo representante de las cosas de la realidad. La belleza de esta obra no se basa únicamente en la propia de los seres que inundan el cuadro hasta conducirnos al nivel espiritual que les es propio, sino también en la belleza natural de las cosas, en los objetos que forman parte de nuestra vida diaria, aquéllos a los que no concedemos importancia. La escena tiene lugar en un espacio cerrado sólo abierto a otra realidad intuida por el hueco del fondo. En primer plano Tomás ha dejado caer los volúmenes que constituían su motivo de estudio. Al lado, una banqueta de madera aguanta un recado de escribir cuyo blanco folio queda iluminado, con lo que aumenta el efecto resplandeciente de su textura.

     Nadie como Velázquez representó las cosas de la realidad a las que dio una dignidad más allá de su condición utilitaria. Posiblemente no quiso significar nada con ello sino reproducir, frente al ideograma en que se convirtió el cuadro manierista, una realidad sin más. La dignidad del objeto, su entidad material, su constitución física sometida a la realidad, a una realidad propia de los sentidos sin más referencias intelectuales, engrandece aún más esta pintura. Los dos mundos que parece separar la chimenea serliana que sirve de frontera al espacio interior de la celda del santo invoca esa doble realidad referida, la construida por las figuras evocadoras de la proteica resistencia del santo y las que pertenecen a un mundo cotidiano en las que el hombre es capaz de comprender la belleza natural y espontánea de las cosas sicut sunt in re. Es, según Maravall, la realidad funcional apropiada por Velázquez en su definición del pintor como representante del espíritu de la modernidad.

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