Ara de la lechuza (Minerva). Comienzos del siglo I. Museo Arqueológico Municipal de Cartagena. Murcia
Ara de la lechuza (Minerva). Comienzos del siglo I. Museo Arqueológico Municipal de Cartagena. Murcia
Fundación Cajamurcia

     Es conocido que el teatro romano de Cartagena es uno de los raros ejemplos de aplicación práctica de una belleza teórica sólo existente en los tratados de arquitectura. La especulación normativa que concedía rango de cánon estético a unas proporciones deducidas de las formas naturales como reflejo de cifras y números sutilmente elaborados para alcanzar un grado de perfección deducida de la naturaleza de los dioses, ya muestra la excepcionalidad de una obra consagrada a la más alta jerarquía celeste, cuya protección bastaba para concebir un modelo constructivo que respondiera a esa mística consideración que equiparaba la arquitectura de los hombres con esa otra arquitectura cósmica diseñada por un demiurgo y que sus secuencias y ritmos, impresos en la conciencia humana, trazarán las reglas de una armonía reflejada en las estrictas normas de la construcción o en las sonoras melodías de la música. Nunca estuvieron más cerca una y otra ciencia que en aquellas obras en las que latía la estricta observancia de un principio regulador calculado para alcanzar la belleza abstracta de los números como entidades dotadas de un profundo misticismo. La melodía de un canto y la sonoridad de un edificio, eran logros del espíritu humano tan sensibles como la calculada proporción de la escena de un teatro, edificio sonoro por naturaleza en el que, además, la vista había de encontrar perfecto acomodo para percibir el lenguaje de gestos y movimientos de los actores. Eran, por lo tanto, los sentidos los que hacían posible la mágica disposición de los elementos de la arquitectura, como portadores de mensajes universalmente acordados para comprender los fundamentos simbólicos de la armonía lograda, en la que la mirada, instrumento con el que se percibía la belleza de una forma natural, identificara los signos con que aquélla se había alcanzado. Por eso, la mirada desempeñaba un importante papel entre todos los que condicionaron la belleza plástica de un edificio. El carácter abstracto de los números había de ser aproximado al espectador a través de la satisfacción producida por la combinación calculada de las proporciones y también a través de la sensualidad plástica de la escultura, capaz de concitar todas las miradas, pues era su táctil hermosura la vertiente más conmovedora de la arquitectura. Por eso, el ara de la lechuza se encontraba en el inicio del recorrido, no sólo por ser un elemento imprescindible en la secuencia histórica que la iniciaba, sino por la necesidad de, recuperando su vieja función, ofrecerla a la vista del espectador como el primer destino de su mirada.

     Lleva este ara esculpida una lechuza sobre base cilíndrica en recuerdo de que el viejo teatro romano de Cartagena fue consagrado, entre otros personajes, a la triada capitolina. Minerva, la diosa de las artes y de las letras, evocada por el ave nocturna asociada por la mitología a su imagen, es la diosa cantada por Homero y distinguida en el poema épico de la Guerra de Troya como la diosa de brillantes y resplandecientes ojos. Acompañada por tres danzarinas, es el único elemento estable del conjunto, símbolo del carácter permanente de su vigía y protección, frente al elemento móvil y cambiante de la danza sugerido por la dirección envolvente de sus cuerpos girando en una misma dirección. El movimiento continuo sin posible interrupción marcado por la melodía que origina la danza fue el motivo por el que su autor consideró la oportunidad de plasmar todos los valores plásticos y visuales del relieve, destacando sus propias cualidades al disponerlo sobre una base convexa y al diseñar un juego de pliegues y de sugerencias anatómicas, capaces de transmitir la delicada textura de sus cuerpos, la gentil silueta de sus figuras y la no menos considerable impresión de que una base circular aumentaba la sensación de los ritmos corporales. Esa melodía presentida a la que responden las danzarinas, portadoras de los frutos que simbolizan valores morales y temporales, obedece a técnicas escultóricas del pasado en las que el artista valoró la belleza natural de la piedra como su primera condición estética. En ese sentido es digno resaltar que todas las figuras se disponen sobre una superficie delicadamente alisada de la que emergen como formas nacidas de una fantasía coral similar a la narrada por la mitología. Las Horas, las Estaciones, las Ninfas, las fuerzas del Universo, las mil caras de un dios, mostraron diversas apariencias, asombrando al mundo racional por la lejana belleza de ese otro universo sólo revelado a través de las formas corpóreas de la escultura.

     La esencia táctil de la piedra que tan magistralmente interpretara el arte romano queda anclada en esta obra a través de las distintas sensaciones mostrada por los relieves. La lechuza de Minerva es un animal de cuerpo plumoso, cubierto por un denso pelaje, a veces tenuemente subrayado por leves golpes diagonales sobre el mármol, evocando su tenebroso origen, como ave dominadora de la noche y veladora de los sueños, frente a la diafanidad de las descalzas danzarinas y su ritual movimiento en honor de la diosa. La quietud y la danza, el silencio y la música, forman dos mundos a los que desembocan opuestos sentimientos de inmanente quietud y transformación continua. El universo entero quedó así configurado por medio de Minerva, la diosa de brillante mirada, la protectora de las artes y de las letras.

     No es de extrañar que con tal significado el ara de la lechuza iniciara un camino que había de invitar a un recorrido lleno de sugerencias visuales. Si ya la exposición se concebía como una alegoría arquitectónica, como mística y simbólica arquitectura sobre la esencia mágica y bíblica de los números, esta obra simbolzaba la imagen más perfecta y acabada del universo.

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