Las consecuencias del hallazgo de la Vera Cruz y las pruebas obtenidas sobre su autenticidad provocaron numerosas peticiones de astillas del madero originario distribuido desde fecha muy temprana por la cristiandad y causa de que los santuarios que la albergaban se convirtieran en importantes centros de peregrinación. De esta forma, la nobleza de la reliquia fue marcando los itinerarios de los peregrinos, la denominación de las iglesias puestas bajo su advocación y las exigencias de dignos depósitos que fueran acordes a la condición sagrada del recuerdo.

     Un signo tan reverente como el de Lignum Crucis o parte del madero sobre el que había descansado el cuerpo de Cristo tenía, pues, tal condición eminente que originó una poderosa industria destinada a imitar sus peculiaridades materiales o a servir de piedra de toque que santificara los objetos rozados con él. Si ya las historias pintadas describen las circunstancias de su hallazgo, ahora se da prioridad a la posibilidad de venerar una de aquellas reliquias en un marco adecuado. Todas las iglesias puestas bajo el amparo de la cruz y las que eran depositarias de una de sus astillas, promovieron la realización de grandes ciclos pictóricos y retablos, además de encargar preciosos relicarios, labrados en suntuosos materiales, que alojaran dignamente la reliquia convertida desde los primeros tiempos en talismán que defendía de todos los peligros. Se fundieron, pues, en el Lignum Crucis los valores propios de un signo eminente relacionado con Cristo con los derivados de los beneficiosos efectos de su protección en una síntesis de sentimientos confusos que mezclaban la simple condición histórica y venerable de un objeto con las propiedades mágicas que escondía la invocación de su nombre.

     Cada uno de los santuarios dedicados a la Vera Cruz, las iglesias franciscanas sobre todo, por ser la orden de San Francisco una de las que tuvieron –y tienen– a su cargo la custodia de los Santos Lugares, encargaron relicarios o cajas en las que se depositaban los recuerdos de la cruz. De esta forma surgieron piezas suntuarias que adoptaban la forma genérica del diminuto objeto escondido, a menudo una astilla cruciforme de pocos centímetros, vista a través de cristales de roca y otros elementos transparentes, en el centro de un suntuoso ostensorio, de una cruz latina o patriarcal o alojado bajo la elegante silueta de una torre gótica.

     No existió una regla general para la realización de relicarios más que aquélla impuesta por la entidad del promotor y la jerarquía del templo, pero en todos latía siempre un sentimiento de reverencia y adoración que era suficiente motivo para justificar la riqueza de su envoltura. Oro, plata dorada, perlas, piedras preciosas, daban forma a custodias y cruces, a reducidas versiones de monumentos conocidos de la cristiandad o rendían el universo ante el sagrado madero clavado sobre uno de sus polos.

     Tanto la delicada materia escogida para su realización como la difusión alcanzada por estas reliquias, a menudo ofrecidas como regalo o arrebatadas como botín de guerra, aumentaron el prestigio de muchas iglesias convertidas en foco de atracción para los peregrinos cuyas rutas tenían como destino alguno de aquellos santuarios.

     Cualquiera de los relicarios contemplados en la exposición La ciudad en lo alto participa de esas cualidades y de los significados atribuidos a su mediación. La ceremonia del conjuro dirigido a los poderes desatados de la naturaleza era una práctica tan común como el deseo de acumular numerosas muestras en un mismo recinto, dando lugar a colecciones destinadas a enriquecer el santuario. Las variadas ornamentaciones respondieron siempre al gusto dominante en un verdadero alarde de conocimientos iconográficos dispuestos siempre a equilibrar la estricta correspondencia entre la preciosa muestra cobijada y los repertorios decorativos grabados. Una veces fueron las llamadas Arma Christi, o símbolos que recordaban los instrumentos pasionarios, otras, los emblemas de los gremios autores del encargo, las más de las veces, aquéllos que invocaban el prestigio de sus poseedores que veían así recompensados los esfuerzos dedicados a enriquecer con un despliegue fastuoso de piedad lo que en sus orígenes fue un objeto de veneración emotiva y personal. De esta forma se ofrecía a todos la contemplación reverente de la reliquia cuya existencia originó otros significados en los que siempre prevaleció la condición sagrada de su origen y las milagrosas circunstancias que rodearon su aparición.

     No es de extrañar, por tanto, que la Cruz de Caravaca se encuentre inserta en este panorama que fijó determinadas fiestas litúrgicas y sirvió para marcar determinados tiempos de la historia.



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