Así llamó Hesíodo a Hypnos, el dios que personificaba al Sueño, morador de un palacio, cubierto por negros nubarrones ante el que “el hijo de Jápeto sostiene el ancho cielo, apoyándolo en su cabeza e infatigables brazos, sólidamente, allí donde la Noche y la Luz del día se acercan más y se saludan entre ellas pasando alternativamente al gran vestíbulo de bronce. Cuando una va a entrar, ya la otra está yendo hacia la puerta, y nunca el palacio acoge entre sus muros a ambas, sino que siempre una de ellas fuera del palacio da vueltas por la tierra y la otra espera en la morada hasta que llegue el momento de su viaje. Una ofrece a los seres de la tierra su luz penetrante; la otra les lleva en sus brazos el Sueño hermano de la Muerte, la funesta Noche, envuelta en densa niebla”. De esta forma tan poética la Teogonía explicaba el paso de la luz a las tinieblas, surgidas de una estirpe nacida del Caos, padre de la negra Noche, de la que “a su vez, nacieron el Éter y el Día, a los que alumbró preñada en contacto amoroso con Érebo”. Todos eran habitantes de una tenebrosa mansión en la que, decía Ovidio, no penetraba “con sus rayos Febo, ni al nacer, ni al mediodía ni en el ocaso”.

     A pesar de tan sombríos vaticinios el Sueño fue igualmente considerado paz del alma y símbolo de su estado multiforme, lo que no ocultaba a su terrible compañero de viaje, Thánatos, la Muerte, la del “alma implacable”, que retiene, contra su voluntad, a los hombres, haciéndose también odiosa a los dioses inmortales.

     Esta personificación del Sueño, asociada a funestos presentimientos, fue a su vez “el venerable olvido de los males”, una divinidad rauda y veloz que sorprendía a los que no le esperaban, llegando a sus ojos con la rapidez que le prestaban sus negras alas. En todos los textos antiguos la figura del dios viene caracterizada por los símbolos de que es portador, una cabeza alada, sutilmente inclinada hacia delante, un cuerno en sus manos y un ramo de adormidera que, con la mandrágora, formaba la espesa vegetación de la Ciudad de los Sueños, bañada por el río Leto o río del Olvido.

     Este soporte literario proporcionó a los artistas los rasgos delatores de una deidad a menudo representada como un adolescente que avanza sigilosamente en la espesura de la noche, cortando las sombras. Ésta es exactamente la forma con la que fue fundido el bronce de Jumilla. El dios apoya levemente uno de sus pies en un intento de sugerir el movimiento atribuido a sus rápidos desplazamientos con los que lleva a través de las tinieblas “curativas adormideras en un curvado cuerno”. Los símbolos de una divinidad que toma para sí la mitad de nuestras vidas son deducidos en esta mutilada escultura de la forma con que tradicionalmente fue identificado en el arte grecorromano vinculando la eterna juventud de los inmortales a las alegorías asociadas a sus imágenes. En la mítica ciudad de los sueños, bañada por una simbólica corriente nacida de dos fuentes, llamadas Paniquia –la que duerme toda la noche – y Negreto –la que no puede despertar– la veracidad de los mismos se originaba igualmente en una doble puerta realizada en distinto material –cuerno y marfil– para aludir al carácter verdadero de aquéllos que eran vividos como nítidas imágenes reales y a la fantasía de los que no eran más que vagas sensaciones de una aspiración irrealizable. Estos presentimientos prestaron a las esculturas de Hypnos algunos de los signos que le acompañaban en su incesante y nocturno peregrinar a la vez que sugerían profundas reflexiones sobre sus consecuencias. Zeus era una divinidad que nunca dormía por tener a su cuidado la vida de los mortales; a Palinuro en la Eneida, su encuentro con el dios tuvo dramáticos resultados para los esforzados troyanos azotados por el mar, por lo que es fácil deducir de ciertos testigos conservados en la escultura jumillana la idea de que el dios agita sus alas “sobre la cabeza reclinada”, mientras esparce en los ojos tranquilidad “tocando las sienes con su vara del olvido”. La idea del Sueño quedaba asociada igualmente a la Muerte, su compañera inseparable y a una forma de sugerir el dominio ejercido sobre los seres humanos sometidos al poder emanado de una rama bañada en las heladas aguas de la laguna Estigia.

     Así fue concebida esta escultura en la que estuvieron fundidas a su cabeza las negras y soporíferas alas con la que rápido llega a los ojos de los que no le esperan y el ligero paso con que, callado, difunde una tranquilidad “dulce para los hombres”.

     Si las alusiones simbólicas representadas por el dios parecieron siempre claras, otras cuestiones no lo fueron tanto. La obra procedente de Jumilla, un día perteneciente a la colección Cánovas del Castillo, fue tenida como fundición helenística a juzgar por su procedencia temática, originada en el arte del siglo IV a. C. En efecto, las solemnes representaciones de los dioses del primer clasicismo dotados de una grandeza olímpica, lejana y majestuosa, como héroes de una gran epopeya universal, eran evocaciones sugeridas por un arte intelectualizado, obsesionado por las normas que inspiraban un ideal de belleza regulada por ciertos preceptos numéricos. Pero en el siglo IV a. C. la experiencia acumulada y la nueva actitud ante la realidad derivaron hacia formas menos contundentes en las que, a la belleza formal lograda, se añadía un componente romántico y sensorial que humanizó a los dioses. Esta nueva visión, que no escondía aspectos dramáticos y emotivos, matizó la pasada grandeza por medio de nuevas técnicas que fundían la imagen y la naturaleza, buscando el triunfo definitivo del sentimiento sobre la razón. Así parece expresarse Friné, la amante de Praxiteles, tras haber posado para la estatua de Afrodita, por medio de una declaración que revelaba el grado de comprensión de unos nuevos dioses “a los que nosotros mismos hemos dado vida”.

     Era una idea perfecta la que consideraba al arte, a la escultura en este caso, como la realización de un pensamiento, la plasmación de un deseo y la fuerza de una voluntad similar a la de un demiurgo ordenador del universo. Aquellos dioses simbolizaron valores que sólo existían en la inteligencia, pero a los que los escultores impregnaron de realidad, mostrando su belleza o fealdad y las debilidades que les hacían más humanos. Ante tan nueva actitud, la escultura abandonó la severidad olímpica del primer clasicismo para desembocar en un nuevo mundo lleno de sensaciones llamadas a representar los movimientos multiformes del alma explicados por Artemidoro. Por ello, no extraña que el siglo IV a. C. preparara el camino para los logros del helenismo bien entendido en el hedonismo epicúreo y en la capacidad de observación de una realidad revelada en todo su vigor. Así hicieron acto de presencia valores tan diferentes como la obsesión por la fortuna, la dramatización de los escenarios, la ambición erudita, las expresiones de rostros y de almas, las complejas composiciones y un deseo de mostrar todos los secretos escondidos de la belleza desvelados por la fantasía pictórica de sfumatos y ceras que matizaban la luz y el color. La escultura no era sólo el resultado de rotundas formas tridimensionales sino de sensaciones lumínicas que aspiraban a conquistar la fantasía de la pintura. En ese mundo de evocaciones poéticas la figura de un dios como el del Sueño podía alcanzar la perfección de un adolescente hecho de un material –el bronce– pensado para durar toda la eternidad.

     Acaso, estas consideraciones sobre las conquistas del helenismo fueran suficientes para situar la escultura de Jumilla en un ámbito cultural como el indicado, pero las relaciones establecidas con otras piezas similares y la certeza de no adelantar el hipotético original de que deriva la obra jumillana más allá del siglo II a. C., inspirado en precedentes clásicos, ha confirmado las sospechas de García y Bellido para quien el Hypnos de Jumilla podría acomodarse también a una cronología romana cercana al siglo II d. C. La larga serie de obras seleccionadas para la magistral exposición de Jumilla de 1993 contiene importantes sugerencias iconográficas y simbólicas no sólo en la aceptación de la alegoría del Sueño jumillano y de sus paralelos escultóricos, sino en la forma con que se transmitió su modelo a la escultura europea del renacimiento y del barroco asociado a Eros y a la fusión del Amor, el Sueño y la Muerte en versiones cristianizadas de evocaciones pasionarias.



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