La aparición de la cruz en Caravaca fue un hecho determinante en la historia de esta ciudad. La presencia del símbolo cristiano que triunfaba sobre el Islam inició una nueva era de extraordinarias consecuencias para el futuro de la reconquista que veía en este signo una señal de alerta acerca de los resultados ya presentidos en el avance incontenible de los ejércitos castellanos en su progresión avasalladora hacia el sur.

    Con ser importante el acontecimiento, que fortaleció la frontera dotándola de una señal inequívoca de protección y defensa, la repentina visión de alegorías cristianas tenía una larga tradición en occidente. Por primera vez una cruz fue vista en los momentos de incertidumbre que conmovieron los instantes previos al conflicto de intereses suscitado entre Constantino y Majencio para anunciar la inminente victoria del Puente Milvio de Roma, que no sólo consolidaría en el poder al primero de ellos, sino que abriría a la nueva religión los caminos que acabarían por consolidarla como la llamada a ser el instrumento aglutinador de una nueva forma de cultura y pensamiento.

    Las consecuencias de aquel episodio son bien conocidas. La tolerancia religiosa que ponía fin a siglos de persecución, la persuasiva intuición de que serviría de vehículo que cohesionara la unidad interior y la fuerza con que se fueron imponiendo los contenidos del nuevo credo, transformaron el arte, desplazaron hacia esferas trascendentes gran parte de los ideales a punto de sucumbir por la insatisfacción que el viejo sistema de valores había provocado y permitieron la edificación de un sistema de pensamiento que forjaría los cimientos de una nueva Europa.

    Una de las consecuencias derivadas de aquellos sucesos -además, de los que en otro lugar de este libro se exponen- fue la empresa iniciada por Santa Elena, madre de Constantino, para encontrar las venerables reliquias relacionadas con los inicios de la nueva religión. Un cuadro de Francisco Herrera el Viejo, perteneciente al ciclo perdido que narraba las principales circunstancias que rodearon el nacimiento del culto a la Vera Cruz, abría esta sección, porque en él se encontraban los pormenores asumidos por los historiadores de la Iglesia para explicar el origen sobrenatural del prodigio. Una Cruz, suspendida en el aire, parece asombrar al emperador, absorto en la contemplación de un objeto que desconoce, pero que en sueños comprende. Ahí nació la veneración universal al madero del que fue suspendido el cuerpo de Cristo en la crucifixión. Las circunstancias que rodearon su hallazgo aparecen en la literatura rodeadas de milagros propios de una narración novelesca, con incertidumbres y obstáculos sólo vencidos por la voluntad tenaz de la emperatriz Elena.

    Tanto la Leyenda Dorada, como otras narraciones, documentan la aventura de una historia apasionante fantásticamente reproducida por las obras expuestas. Un frontal de plata, procedente de la parroquia de la Santa Cruz de Medina de Rioseco (Valladolid) explica a modo de libro gráfico los avatares de la búsqueda en tres relieves alusivos a los felices momentos del hallazgo. En uno, la veneración de la reliquia con Santa Elena y el patriarca de Jerusalén, evoca los instantes felices que introdujeron su culto en occidente; en el central, el milagro del resucitado; en el tercero, la devolución del preciado objeto a Jerusalén por el emperador Heraclio. Aquellas escenas resumían toda la riqueza narrativa de una fuente habitual como La Leyenda Dorada y su indiscutible autoridad.

    Contaba el texto que, alertada la emperatriz de la existencia de unos judíos conocedores del ocultamiento, cuya resistencia retrasaba el ansiado hallazgo, los reunió para interrogarlos. Pronto las sospechas sobre el verdadero conocedor recayeron en uno de ellos, simbólicamente llamado Judas, condenado al aislamiento en un pozo sin más alimento que el preciso para garantizar una elemental subsistencia y así lograr su confesión. Superados aquellos amargos momentos iniciales, la confesión llevó al sitio del monte Calvario fijado como el lugar en que se habría de producir el milagroso acontecimiento. Para dar a la historia un aire más novelesco, la excavación recuperó no una, sino tres cruces, lo que enredaba la cuestión, porque había que identificar la verdadera y desechar las restantes. A partir de ahí las diferentes versiones no aclaran cuál fue el procedimiento seguido, pero casi fue universalmente admitido que laparición de un entierro sugirió a los desconcertados asistentes la posibilidad de que sólo un milagro revelaría la autenticidad de la verdadera reliquia. Depositado el cadáver sucesivamente sobre cada una de las cruces, en una de ella, la considerada auténtica, resucitó el muerto para regocijo de los presentes que de esta manera pudieron alcanzar los objetivos propuestos.

    Identificada la Vera Cruz, uno de sus brazos fue remitido a occidente, mientras el resto quedó en Jerusalén. Si la primera de tales partes fue sucesivamente cortada para proveer de reliquias a la cristiandad, de la que surgió el culto al Lignum Crucis, el resto, dejado en su lugar de origen, fue hurtado hasta que el emperador Heraclio, al recuperarlo, decidió devolverlo en una solemne entrega revestido con la majestad imperial de que estaba investido. De nuevo, se produjeron señales divinas que impedían al emperador entregar el sagrado madero, pues un ángel le impedía el paso por la Puerta Dorada, una de las entradas simbólicas de Jerusalén vinculada a famosos episodios bíblicos. Instruido por el ángel sobre las circunstancias más idóneas para su restitución, el emperador se despojó del oropel propio de su dignidad y, vestido humildemente, como el portador primitivo de la cruz, encontró el paso franco para cumplir sus deseos.

    Tan significativos episodios, rodeados de sabrosas enseñanzas sobre el poder de la cruz, fueron literalmente trasladados a las representaciones artísticas, especialmente a las destinadas a parroquias, iglesias o cofradías puestas bajo su amparo. Retablos, obras suntuarias, ricos bordados y tablas pintadas, sirvieron de ilustración a los fieles como libro pintado en el que identificaban a los protagonistas de esta misión, siempre amparados en unos textos investidos de una autoridad indiscutible como los mencionados y otros –Speculum Historiale, Ecclesiastica Historia expuestos en esta muestra– que revelan una fuerte identidad entre literatura y arte.

    Éstas son las enseñanzas que evoca una sección introducida por el hallazgo de la Vera Cruz y la difusión de su culto. La tabla de Pedro Berruguete, uno de los objetos más importantes de los exhibidos, ayuda a comprender alguno de los instantes de aquella historia y, sobre todo, analizado en el conjunto de las mostradas, sirve de punto de partida para comprender el triunfo alcanzado por las astillas seccionadas del original, alojadas en preciosos relicarios, dignos de la sagrada entidad del despojo venerado. Para este espectáculo quedó reservado el crucero de la iglesia jesuítica de Caravaca, porque su amplitud permitía al visitante contemplar el contexto que explicaba el mayor prodigio de su historia. La selección de relicarios mostraba la riqueza de soluciones, las formas de custodiar y de exhibir la reliquia y los avatares de muchas de ellas, cuya vinculación a poderosos mecenas, reyes, emperadores, príncipes y altos eclesiásticos, mostraron el prestigio asumido por aquel testigo de la vida de Cristo.

    Pero, acaso, fuera la enseñanza histórica derivada de su contemplación la que hacía más verosímil la naturaleza del argumento y la secuencia narrativa con que se pretendió dotar desde los primeros momentos a la exposición. En una de aquellas astillas, extraída del madero original, situaba la tradición la procedencia milagrosa de la reliquia caravaqueña, a la que asimismo se le atribuían no sólo las condiciones victoriosas de su triunfo sobre el Islam, convirtiendo a la ciudad en un santuario venerable, sino el poder de talismán atribuido a su misterioso y sobrenatural origen, causa de la conversión de uno de sus protagonistas.

    Los diferentes lenguajes que hablaban la historia real y la fabulada encontraban un feliz hermanamiento. En las vitrinas bajas se narraba la biografía del sayid valenciano Abu Zeit; en las altas, la representación del prodigio de la Cruz olvidada. Ambas ofrecían a la consideración del visitante los diferentes puntos de vista debatidos, la cronología admitida y la que atestiguaban los documentos seleccionados. Por eso, en el desarrollo ambiental de ambos planteamientos se incluyeron los extraordinarios lienzos de Juan de la Puebla, conservados en el Real Alcázar Santuario, para que el contemplador siguiera los puntos básicos del Mysterioso Aparecimiento mientras que el mundo sobre el que se sobrepone la irrupción del cristianismo, legitimado por la reliquia, quedaba explicado por los documentos de Abu Zeit y por las habituales manifestaciones artísticas musulmanas en forma de lujosas cerámicas, tesorillos y restos monumentales árabes.

    Las consecuencias de aquellos episodios convirtieron la ciudad en un depósito sagrado inspirador de profundas transformaciones. La alcazaba ya no será en lo sucesivo un elemento protector destinado sólo a la defensa de la frontera, sino el simbólico relicario escogido por la divinidad para consolidar su presencia. La difusión de su culto y los impulsos destinados a convertir aquel reducto militar en un recinto dotado de persuasivos mensajes, sirvieron para cimentar el prestigio de una ciudad que desde aquel acontecimiento ya no será la misma, pues su futuro destino siempre quedará marcado por el Lignum Crucis protegido por las Órdenes Militares y los reyes.

    A partir de ese instante la exposición dirigía la mirada hacia los ámbitos de la historia vista desde la perspectiva de unos objetos fuertemente vinculados a ella. En primer lugar, los textos que narraban cada circunstancia, los que sirvieron para dar a conocer los nombres atribuidos a los actores, la forma primitiva de guardar la reliquia, la demanda de un signo, labrado, pintado o esculpido como una cruz de doble brazo o patriarcal y la crítica histórica de los bollandistas, deseosos de reducir a límites temporales precisos la cronología del hallazgo. Ésa fue la razón por la que los modelos demandados que originaron un prestigioso comercio estaba presente junto a valiosos libros, a la arqueta de los conjuros y a una singular caja de marfil, procedente de San Juan de Ortega en Burgos, porque su forma y los relieves decorativos de su exterior eran los más próximos a la costumbre primitiva de contener la cruz en un recipiente parecido.

    Desde entonces el fenómeno acaecido en Caravaca tomó otros derroteros alentados por la prodigiosa imaginación de los redactores de falsos cronicones y por la encomiable labor del jesuita Robles Corbalán, autor de una historia, traducida al francés y alemán, que facilitó la difusión de su culto por Europa y América. Pero el significado que portaba la reliquia como muestra de la intervención divina sobre el curso de la historia fue causa de que su defensa quedara en manos de las Órdenes Militares, defensoras del territorio fronterizo con Granada. A los Templarios siguió la Orden de Santiago mediante la concesión real de Alfonso XI, cuyo privilegio abría el capítulo denominado la custodia de la reliquia, en una demostración no sólo de las funciones atribuidas a aquéllas durante la reconquista y la demarcación de los territorios que le fueron confiados, cuya reconstrucción y repoblación se garantizaba, sino en función del desarrollo de competencias y responsabilidades a lo largo del tiempo. A la presencia del maestre Lorenzo Suárez de Figueroa, donante de una arqueta a finales del siglo XIV para guardar la cruz, se unían otras presencias no menos importantes, como las mostradas por los libros de visitas y las que ilustraban las ocasionadas por el control que desde los Reyes Católicos se efectuó sobre tales instituciones militares, cuya maestría ostentarían desde aquel reinado los propios monarcas, nombrando comendadores a miembros de su familia o de la nobleza cortesana. D. Pedro Fajardo era recordado por una de las magníficas tablas de Hernando de Llanos, perteneciente al desmembrado retablo de la Aparición, y el rey Fernando simbolizaba su condición de peregrino a la Vera Cruz y de más alto dignatario de la Orden. Este espacio, en el que se mostraban igualmente atuendos y libros que regularon la vida de la Orden de Santiago –hábito y espadas de ceremonia– daba paso a la presencia real.

    Un espacio reducido, convenientemente adaptado a las exigencias de los valiosos lienzos expuestos, se convertía en una expresiva galería de retratos ilustradores de los momentos cruciales del santuario. La serie, iniciada por el rey Felipe III, acababa con el primero de los Borbones españoles, como símbolo de las actuaciones reales que marcaron su inicio y consagración. En síntesis coherente y ordenada la exposición desvelaba las circunstancias habidas en los momentos de euforia religiosa despertada por la expulsión de los moriscos, parte de cuyas rentas –de los procedentes del noroeste– sirvieron para edificar el edificio que hoy contemplamos. Aquellos seis mil ducados iniciales, posteriormente incrementados, latían bajo la efigie del rey y de sus ministros, continuaban con la presencia de Mariana de Austria, devota ferviente de la reliquia, mostraban el final dramático de Carlos II y alumbraban el nuevo panorama surgido en la figura encarnada por Felipe V.

    Todo el espacio de la vieja sacristía, iniciado por el cuadro de la Anunciación, titular originaria del colegio, completaba el recorrido histórico ofrecido, mediante documentos, mobiliario, donaciones reales y testigos de los episodios vividos. Era el momento propicio para ofrecer la difusión de la reliquia por todo el mundo, desde Centroeuropa a América, recapitulando la importancia de este singular fenómeno.



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