Como ocurriera en otras latitudes el siglo XIX, el siglo del romanticismo, sería testigo de la progresiva conciencia de nación entre los ciudadanos. Y dentro de las naciones también se abrirían paso poco a poco conciencias políticas más reducidas en cuanto a territorio, tradición, historia, localismo etc. Lógicamente, ante los diversos movimientos políticos europeos, el sentido de pertenencia de las sociedades se acentúa y a ello contribuyen los nuevos conflictos militares y territoriales, las nuevas alianzas o ententes, los nuevos conceptos historiográficos. Quizá por esto es el siglo XIX en el que la mayoría de analistas y estudiosos se sienten más cómodos a la  hora de definir la literatura murciana.

Cien años dan para ver el ocaso de estéticas y el resurgir de otras. El XIX es el fin del neoclasicismo, la plenitud del romanticismo y, claro está, el nacer de lo contemporáneo. Pero a pesar de las variaciones literarias nos encontramos en un siglo que podríamos definir como moderno, más sencillo de comprender para las generaciones actuales en todas las facetas artísticas y por lo tanto en la literaria.

Murcia experimentaría una notable vida literaria, algo promovido especialmente por unos fenómenos ya inaugurados en el XVIII pero más y mejor desarrollados cien años después. La prensa literaria, las tertulias, los círculos críticos, el nacimiento de las corrientes. Murcia no sería ajena a todos estos fenómenos.

Ente el Neoclasicismo y el Romanticismo queda una de las figuras más importantes de nuestra literatura: Diego Clemencín Viñas,  político murciano que pasaría buena parte de su vida en Madrid. Sus Comentarios al Quijote (1833-1839) son una obra magna de análisis de la obra cervantina y los errores de criterio de Clemencín no han podido hacerla menos interesante con el pasar de los años.

A Clemencín, como últimos neoclásicos, hay que sumar a José Musso Pérez Valiente y a Sebastián Lorente. Autores académicos cuyas vidas profesionales los llevarían a ejercer la literatura murciana fuera de nuestra región

Muchos de los escritores románticos murcianos también vivirían sus vidas como autores fuera de Murcia, entre 1821 y 1845 escriben algunos de los más populares. Fernando Garrido, José Selgas, Antonio Arnao, José Monroy, Federico Balart y Sánchez Madrigal son ejemplos de esta murcianía que busca su vida profesional fuera de nuestra tierra. Monroy sería la mejor representación del romanticismo, lleno de exaltación nacional, pero al morir muy joven su creación queda malograda e incompleta. El político Garrido crea una literatura de marcados tintes sociales. Muy activos en las tertulias literarias murcianas serían Selgas y Arnao hasta su marcha a Madrid. El primero, conservador en su obra, quizá por agradar a su público, pero prolífico ya que se ejercita en novela, poesía, ensayo…  Arnao llega a concentrar en su poesía ese romanticismo que recuerda el paisaje local, dedicando muchas de sus composiciones a sus remembranzas de la patria chica murciana. Balart quedará con sus poemas en el posromanticismo, alejado del modernismo y de la generación del 98. Los versos de Sánchez Madrigal también quedarían en ese margen de lo sentimental y “glorioso”.

La literatura, en estos años, está aún lejos de las formas literarias contemporáneas donde el realismo se abre paso. Sin embargo sí podemos apreciar el Costumbrismo, que puede considerarse la antesala del realismo literario, estilo que podrá incluso sobrevivir al romanticismo.

En el Diario de Murcia, en último cuarto de siglo XIX, Rodolfo Carles publicaba cuentos de costumbres murcianas. En Doce murcianos importantes Carles hace unos retratos literarios típicos. En Escenas murcianas Andrés Blanco García hace lo propio y Pedro Diaz Cassou convierte el costumbrismo en objeto de estudio histórico y antropológico, mientras que Martínez Tornel lo recrea en el teatro. En el ámbito de la novela José Frutos Baeza es el costumbrista murciano por excelencia aunque será su obra poética la que más recale en este estilo.