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Honorio

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Mapa de situación de Beniel
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                                                                                HONORIO                                                                               

    - ¿Sorpresas?, repitió Manolo resignado con retintín. Con Honorio nunca se sabe. Cuando menos lo esperas ¡zas!, salta la liebre.

    Para Manolo la aventura de Honorio empezaría en 1970 en Beniel.

    Pepa salió disparada de su casa llenando de gritos la mañana:

    - Ambro, Ambro, Ambrosio, ¿dónde estás, Ambrosio?

    Sus vecinas se alarmaron, agrupándose en un santiamén en la calle. El griterío de mujeres sorprendió a Ambrosio Canales, cabo de la policía local del Ayuntamiento de Beniel, Murcia, de vuelta de comprar tabaco.

    - ¿Qué te sucede, Pepa?, preguntó Ambrosio alarmado a su mujer. El griterío y murmullo de las mujeres no le dejaban entenderla bien.

    - Callaos, coño, que esto parece un gallinero. Díme, Pepa, ¿qué te sucede?

    - Ambro, no me vas a creer. Que la lavadora se ha puesto a lavar sola.

    - No digas tonterías, Pepa. Estará enchufada a la corriente.

    - Que no, Ambro, que el cable no está en el enchufe y está lavando.

    - Me vas a volver loco, Pepa. Entra, que veamos tu lavadora. El primer vistazo de Ambrosio voló veloz al cable de red de la lavadora, que le cruzó por su mente como un chasquido relampagueante, forzándole a pensar en alto:  coño, si el cable está en el suelo y el tambor dando vueltas.

    En un impulso mecánico se dirigió corriendo a una vivienda, ocho o diez casas más abajo en su misma calle, golpeando con fuerza su vieja puerta.

    - ¿Qué diablos estáis haciendo que mi lavadora se pone en marcha sola?

    - Aquí no estamos haciendo nada para que tu lavadora funcione sola, sentenció pacíficamente Manolo, socio de ensayos de Honorio.

    - Que salga ese loco …

    La figura, que avanzaba decidida en la penumbra del pasillo cargando el cuerpo hacia delante y dando tumbos a los lados, paró en seco la viva locución de Ambrosio.

    - ¿Qué le sucede al señor cabo municipal?, inquirió Honorio clavando sus ojos de búho en Ambrosio.

    - A mí no me sucede nada, pero a mi lavadora, sí. ¿No estaréis ensayando con energía nuclear? Porque os aseguro que …

    - Aquí no hay energía nuclear, masculló entre dientes Honorio. En un acto reflejo se sacó de su pantalón raído un viejo mando de grúa de obra, pulsó un botón amarillo, llevó sus ojos pausadamente a Ambrosio y le tranquilizó. Ya está. Su lavadora ha dejado de funcionar. Puede irse tranquilo.

    Honorio dejaría a todos boquiabiertos. A Ambrosio, que tan pronto llegó a su casa, comprobaría que la lavadora se había parado. Al nutrido grupo de mujeres, que achacarían aquel incidente a la mano negra de la brujería, buscando de reojo en Honorio orejas peludas y rabo oculto. Pero sobre todo, sorprendió a Manolo. Tantos días a su lado y no había sido capaz de descubrir que Honorio manejaba y dominaba la energía a distancia.

    Manolo rebobinaría en su mente para visionar una vez más la vida relatada a retazos por el mismo Honorio. Le agradaba recordar al chaval espabilado, que en la encrucijada de niño, tendría que ignorar el camino de la escuela y tomar el del monte con ovejas y cabras. Aquel niño de pantalón corto de remiendos y un solo tirante cruzado, el Honorio, como le llamaban en su pueblo, subía los montes como un jabato, trepaba a los árboles como una ardilla y donde ponía el ojo ponía la piedra. Con los demonios del Sahara, como llamaba Honorio al Ejército Español, aprendería a leer, escribir, cuentas  y rudimentos de electricidad de automóvil. Disfrutaría como niño rodando grandes piedras de fosfato en el desierto. Manolo esbozaría una leve sonrisa al imaginarle como hormiga encaramada a un elefante, manejando un Caterpilar para nivelación de terrenos en la Base Aérea de Torrejón y en Arganda, Madrid, o en la playa de Mar de Cristal, Murcia. Se preguntaría hasta la saciedad en qué disposición enlazaría pilas, bobinas, condensadores y resistencias en aquella práctica de Radio Maimo en su casa de La Unión, donde un fuerte calambrazo le abriría la puerta a su feliz hallazgo.

    A Manolo le hubiera gustado encontrarse aquella tarde en la playa de La Unión entre la quincena de asistentes. Honorio desplegaría varias guirnaldas de alumbrado público con unas doscientas lámparas de 220 voltios y 40 vatios. Cuando las tuvo dispuestas, se dirigió a los asistentes:

    - Verán ustedes que aquí no hay trampa ni cartón. No hay líneas eléctricas, a las que pueda enchufar estas lámparas, ni pasan redes cerca.

    Honorio conectó su aparato a las guirnaldas y con un viejo cable, como la varita de un mago, puenteó dos puntos de aquél. Saltó un chispazo y las lámparas se encendieron todas de golpe. El alcalde de La Unión no cabía en sí de satisfacción. Las luces desfilaban una a una por los ojos de incredulidad del delegado de Hidroeléctrica en la zona, que acusaba a Honorio de robar corriente a su compañía. Y Honorio, como un vaso rebosante de licor, desbordaba felicidad en sus largas zancadas oblicuas y ajetreos.

    - ¿Qué demonios dicen ahora, eh?, gritaría Honorio desde su borrachera.  Cuando ustedes se cansen me lo dicen y recojo los trastos.

    Seguidamente, Manolo proyectaría en su imaginación sus peripecias en Murcia. Quién iba a suponer que su nervoescuálido cuerpo fuera capaz de desarrollar días y días aquella intensa actividad sin apenas llevarle un bocado de alimento. Los oficiales de la constructora Pegama preferirían a Honorio porque, aun en una planta superior, desarrollaba más trabajo que dos peones en una planta inferior. Y el espíritu que le animaba iría por delante de su cuerpo. En una ocasión, clavando una punta gorda, ésta le atravesaría el dedo pulgar. Soltó un alarido blasfemo, se sacó la punta del dedo con los alicates, se chupó la sangre y, como si nada hubiera sucedido, seguiría trabajando. Sus compañeros de obra se quedarían atónitos, porque no sólo veían en Honorio al peón inmune a la fatiga y al dolor, sino al genio de a pie  que movía a capricho con su aparato grúas y ascensores de obra.

    La vida de Honorio proyectaría en la mente de Manolo otros momentos menos agradables. Aunque bien analizados, parecían estar en sintonía con su inmunidad a la fatiga y al dolor. Su mujer le abandonaría, quedándose él con sus tres hijas. Se despediría de Pegama para dedicarse en cuerpo y alma a su hallazgo. Se sucederían a ritmo de vértigo los cambios de domicilio en casas de amigos, sólo cubrirían su cuerpo las prendas de vestir y sólo llegarían a su boca los alimentos, proporcionados también por amigos y próximos. Pero Honorio no aflojaría en su dinámica de volcarse más y más en su invento y de aumentar su autoestima.

    La gloria también le tocaría a Honorio. Llegarían a su entorno personalidades de todo tipo, como moscas atraídas por la miel. Don Ramón Antúnez, catedrático de física de una universidad de Madrid, varias veces ministro y alto cargo en la UE, constituiría la avanzadilla. Comprobaría el  funcionamiento de su hallazgo y con la miel en los labios haría mutis por foro. Un equipo de investigadores de la Universidad de Granada, y tantos otros posteriormente, recorrerían el mismo camino. Honorio se estimaría un Edison, reclamando su alta consideración de inventor y los beneficios económicos de su invento. Se pavoneaba sermoneándoles, iluminando con  ojos de lince sus palabras, invariablemente dirigidas a encumbrar su vanidad:

    - Después de ver esto, tendrán que volver a estudiar física desde cero. 

    - Bueno, Manolo, seguimos trabajando? Las frescas palabras de Honorio rescataron a Manolo de su imaginación.

    - Sí, claro, habrá que seguir adaptando este motor eléctrico al viejo autobús, apostilló Manolo sin mucha convicción. Tengo que decirte, Honorio, que se nos está acabando el fondo y los socios no van a aportar más dinero. Una posible solución sería jugarnos en quinielas el fondo y suerte, claro está.

    - ¿Qué dinero queda? ¿Cuántas quinielas podríamos jugar?

    - Aproximadamente ochenta mil apuestas en varias semanas. Pero es problemático rellenar los impresos y no equivocarse.

    - Vosotros ocuparos de las combinaciones y traer los boletos, yo los rellenaré.

    - ¿Y cómo vas a rellenarlos si hay que hacerlo uno a uno y a mano?

    - Hablas demasiado y piensas poco, Manolo. Ocúpate de buscarme un cristal oscuro para la puerta del tambor de esta lavadora y traer los boletos.

    - Aquí tienes, le dijo Manolo un tanto incrédulo al día siguiente, el cristal que me has pedido y estos montones de impresos, que contienen alrededor de veinte mil boletos para la quiniela del próximo domingo.

    Honorio pidió que le rellenaran a mano el primer boleto con su copia, lo  puso en el exterior de la puerta de la vieja lavadora, conectó ésta a su aparato e iría colocando uno tras otro en su tambor montones de unos dos mil boletos, repitiendo la maniobra de pulsar el interruptor de la lavadora, y los boletos saldrían impresos en original y copia, cada uno con sus variantes.

    - Honorio, repuso Manolo, sin salirle las palabras del cuerpo. ¿Si a funcionar la lavadora sola lo llamaste el mando a distancia, ¿cómo bautizarías a este invento de rellenar todos los impresos con sus variantes de una sola vez?

    - Demonio, que eres un demonio. Este invento es la fotocopiadora.

    Retornaría la vida de Honorio a la mente de Manolo. La desconfianza sería su fiel compañera de viaje, el lastre, que le impediría recibir el merecido  laurel de inventor. La chatarra, que acoplaba a sus montajes y los enredos, laberintos y juego al despiste de sus esquemas, le facilitarían subterfugio y parafernalia para enmascarar su  hallazgo. Manolo se negaría a visionar más. Pasaría en blanco veinte años de hambres, pero se resistiría su última secuencia. A los sesenta y cinco años pretendería jubilarse, pero sus documentos estaban más pasados que un tornillo sin rosca. Pidió su partida de nacimiento al Ayuntamiento de La Bóveda de Toro, Zamora, que le proporcionaría, no la partida de Honorio Pérez Picazo que pedía, sino la que más se parecía en nombre, apellidos y fecha de nacimiento, la de Catherine Pérez Picazo, identidad documental, que desde entonces ostenta Honorio.

    Amigo, con Honorio nunca se sabe. Es capaz de manejar la energía más fantástica, que hoy por hoy nadie pueda imaginar, y su identidad se me pierde entre nebulosas. ¡Tantos sudores compartidos y desconozco su alma! 

    Si me lo permites, conocer a Honorio supone tomar la nave de la utopía en la estación de la cordura y viajar a ritmo de vértigo al mundo de la energía inteligente, que, cumplida su gestación, tal vez acompañe a nuestras vidas.

        Autor: Cesar Herrero Hernansanz.

Mar de cristal puerto[Mar Menor]
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