Impresionante tronco de un algarrobo situado en la rambla de la Cresta del Gallo. P. R. El Valle y Carrascoy.
Impresionante tronco de un algarrobo situado en la rambla de la Cresta del Gallo. P. R. El Valle y Carrascoy.
José Antonio Fernández Martínez

El algarrobo, al que también se le conoce como garrofera, garrofo, garrofero o algarrobera y cuyo nombre científico es Ceratonia siliqua L., es un árbol de la familia de las leguminosas de hoja perenne y que puede alcanzar hasta los 10 metros de altura.

Sus hojas son alternas, pecioladas, con el borde entero, verde oscuras y lustrosas en el haz y de un verde más pálido por la cara inferior y pinnadas (con un nervio principal y nervios laterales paralelos).

Sus flores, agrupadas en racimos bracteados, nacen de las ramas y los troncos (incluso de los muy añosos), casi siempre de un solo sexo, las masculinas y femeninas en distinto pie de planta. Florecen desde julio o agosto hasta diciembre y el fruto madura un año después.   

Sus legumbres de 10-25 x 1-3 centímetros, colgantes, alargadas, comprimidas, gruesas y carnosas, con las suturas engrosadas y de color verde al principio y pardo-rojizo muy oscuro, casi negro, cuando están maduras. Son dehiscentes (no se abren al madurar) y contienen de 5 a 17 semillas (quilates) por fruto.       

La madera del algarrobo es dura y pulimentable, por lo que está bien valorada en ebanistería. También se ha utilizado tradicionalmente para elaborar diversos utensilios y piezas para carros.

Las semillas contenidas en las legumbres son los quilates y se empleaban desde la antigüedad para pesar piedras preciosas y medicinas debido a la extraordinaria constancia de su peso (entre 195 y 199 miligramos) y, debido a este uso, se adoptó como unidad de peso de los metales y piedras preciosas.

Actualmente el algarrobo es un árbol apreciado en jardinería, sobre todo en terrenos muy áridos por su gran resistencia a la sequía, aunque sus abundantes frutos pueden llegar a convertirse en una molestia si no los cosechamos.