Chato huertano [Caminos del Thader]
Chato huertano

El trabajo de la huerta era muy duro: labrar, sembrar, cosechar, regar o podar y otras muchas tareas agrícolas ocupaban todo el día a los huertanos. Pero, afortunadamente, para realizar estas tareas contaban con la ayuda de unas vacas muy fuertes y resistentes a la fatiga, de color rojo pero con ahumados, es decir ennegrecidas en su cara, cuello y extremidades: las vacas murcianas, también llamadas huertanas. Sus cornamentas eran grandes y en forma de rueda baja y sus extremidades cortas y robustas, dándoles a los animales un aspecto de pegados al suelo. A pesar del duro trabajo que hacían, se les alimentaba pobremente y, en su pesebre, tan sólo se les ponía paja, alfalfa tierna o sus raíces, y los tallos de las espigas de maíz molidos. Sin embargo ellas siempre estaban dispuestas para el trabajo duro y tenían una gran resistencia a enfermedades muy graves como la tuberculosis, la perineumonía o la mamitis.

También eran muy buenas madres y tenían muchos terneritos, a veces incluso dos por parto. Cuando ya no podían trabajar entonces las cebaban y luego las sacrificaban y de ellas obtenían los huertanos carnes de mucha calidad que vendían a los carniceros a mayor precio que la de otras vacas. Con este dinerillo podían comprar medicinas en la ciudad o algo de ropa o el ajuar de las hijas o pagar el rento de las tierras.

Los huertanos, además de las vacas, tenían otro buen aliado en su lucha por la supervivencia, un cerdo que se comía todos los desechos de las hortalizas, los frutos y las frutas de la cercana huerta, los desperdicios de la cocina y algo de maíz o cebada, en grano o en harina. El cerdo tenía el perfil de su cara cóncavo, por lo que se le conocía como chato murciano, y su color era predominantemente oscuro, aunque había algunos ejemplares blancos. Sus orejas no eran muy grandes ni caídas, su rabo semejaba al pezón de las calabazas y su mirada la de un ojal oblicuo.

Acostumbraban a tenerlos atados por una pata a uno de los árboles que había en la puerta de las barracas, normalmente una higuera o una morera, cuyos frutos se comía cuando maduraban y caían al suelo e incluso las hojas de las moreras que eran arrancadas y tiradas al suelo para este fin. Estos cerdos eran llamados sogueros y su vida transcurría plácidamente con el único entretenimiento de variado menú. Así engordaban rápidamente, con carnes prietas y bien engrasadas, y en nueve o diez meses llegaban a pesar más de 100 kilos, momento en el cual, próximas las fechas de la Navidad, eran sacrificados en el transcurso de la matanza. Ese día, era una de fiesta, y todos, grandes y pequeños, se lo pasaban a lo grande. Los mayores bebían vino y todos comían carne de cerdo a la brasa o en buenos guisos y se elaboraban las ricas morcillas, salchichas y salchichones, morcones, sobrasadas y demás embutidos, así como se salaban los jamones para su posterior maduración. De este modo se proveían los huertanos de alimentos ricos en calorías y en proteínas que le ayudasen a pasar el crudo invierno, cuando precisamente más escaseaban los otros alimentos.