Situación previa

    La precaria infraestructura naval de los Austrias tenía uno de sus mejores exponentes en el antiguo fondeadero de galeras de Cartagena. La ''base naval'' cartagenera se limitaba a un pequeño puerto-refugio (el llamado mar de Mandarache), sin otro papel que el de custodia de las pequeñas escuadras que allí atracaban. No se realizaban labores de reparación o carenado y ni mucho menos de construcción naval. Estas tareas quedaban reservadas para las atarazanas de Barcelona o los astilleros de Santander o Bilbao.

    Empero, los avances técnicos y militares, que dejaron obsoletas a las antiguas escuadras de galeras, y la nueva estrategia exterior de la monarquía borbónica propiciaron el desarrollo de una Marina española moderna, acorde con la de otras potencias navales, como Inglaterra, Holanda o Francia. Surge así una política de fomento de la actividad marítima que tendrá en los arsenales sus joyas más preciadas y en los ministros Patiño y Ensenada sus principales valedores. Prácticamente a la vez se inicia la construcción de los tres más emblemáticos: Cádiz, Cartagena y Ferrol (1726-1728), ubicados en las capitales de sus respectivos Departamentos.

   Los cambios

    La decisión de realizar un arsenal en Cartagena llevó aparejada una profunda transformación en la ciudad, que se extendió a sus barrios y pueblos y que incluso arrastró en su impulso al resto de la región (PÉREZ PICAZO, M. T., 1987). Para que nos hagamos una pequeña y rápida idea de su importancia, el Arsenal de Cartagena constituyó ''junto al puerto francés de Tolón- el complejo fabril más importante del Mediterráneo y uno de los ejemplos precoces de industrialización en España, insuflando en la economía cartagenera y regional unas gigantescas inversiones como nunca se habían conocido'' (MERINO, J. P., 1981, 41-48).

    Aunque no es este el lugar para ocuparnos detalladamente de la obra del Arsenal cartagenero, y para ello nos remitimos a lo publicado con gran acierto por J. P. Merino, M. T. Pérez-Crespo o J. M. Rubio Paredes, si queremos destacar la trascendencia de esta magna empresa, que se inicia en 1749 (aunque existe una fase preparatoria desde 1728) y que no concluye hasta finales de enero de 1782; prácticamente 33 años de trabajos intensos de desmonte de terrenos, construcción de canales, almacenes, muelles y diques, cimentación de obras, explanación, dragado de fondos y excavaciones, a los que se suman otras obras anexas como la erección del Cuartel de batallones, el Real Hospital, el Cuartel de presidiarios, el camposanto, los tinglados, gradas, cocinas, edificios de ''bombas de fuego'' y pabellones. El coste total había ascendido a la fabulosa suma de 112.284.648 reales de vellón, polarizando la mayor parte de las inversiones borbónicas del cuadrante suroriental español en nuestra ciudad (RUBIO, J. M. y otros, 1988, 72-73).

    El resultado

    Como es obvio, a fines del siglo XVIII se recogían en Cartagena los frutos de este ingente esfuerzo del Estado. En medio siglo el nuevo astillero había producido 40 grandes buques de superficie (navíos, urcas y fragatas), 17 jabeques (determinantes en la lucha contra el corso), 6 galeotas y un buen número de embarcaciones menores (bombardas, paquebotes, bergantines, goletas, faluchos y lanchas cañoneras), tal y como podemos apreciar en el siguiente cuadro:

    Nunca el astillero cartagenero había producido tal cantidad de embarcaciones en tan breve espacio de tiempo. Naturalmente, detrás de esta intensa actividad fabril se escondía el esfuerzo de miles de trabajadores y oficiales, venidos de todos los rincones de España y parte de Europa: calafates, carpinteros, herreros, horneros, fundidores, tejedores, hiladores, cordeleros, canteros... formaban un largo etcétera de más de 5.000 hombres especializados, incluidos en la denominada ''maestranza'' del Arsenal (PEREZ-CRESPO, M. T.,1992, 286).

    Con este enorme impulso a la construcción naval, el rebrote de la actividad bélica y el crecimiento comercial, nuestra ciudad conoce un tráfico portuario (civil y militar) sin precedentes. Es lo que hemos venido en llamar ''cenit de la navegación a vela'', con el que se cierra el próspero siglo XVIII, y que para el puerto cartagenero supone uno de los momentos de mayor actividad de su historia bajo el impulso del ''velamen''.