Introducción


A pesar de la grave crisis que desde finales del siglo XVI afecta a la mayor parte de la corona de Castilla, las tierras murcianas, como otras regiones periféricas, consiguen mantenerse al margen de la decadencia general durante un par de décadas más. Hacia 1610 Cartagena es todavía una ciudad relativamente próspera, con un puerto activo y una base militar de gran valor estratégico para la política mediterránea de la Monarquía hispánica. Desde la Casa del Rey, sede de la Proveeduría de Armadas y Fronteras se abastece de pertrechos, víveres y municiones a los ejércitos y armadas que paran en el puerto para aprovisionarse y a las plazas africanas de Orán y Mazalquivir. Gracias a esta prosperidad, la población ha seguido aumentando (se alcanzan ahora los 10.000 habitantes) y la ciudad crece dentro y fuera de las murallas.


La ciudad


En estos años Cartagena aparecía dominada por su maltrecho castillo de la Concepción, situado sobre el puerto, y rodeada de unas murallas levantadas en los años setenta del siglo XVI, de tierra e incompletas, por lo que se habían mantenido los restos de las fortificaciones anteriores. Más allá de estas murallas se extendía, al otro lado de las puertas de Murcia y separado de ellas por la rambla de Santa Florentina, un arrabal donde se encontraban los establecimientos que acogían a los transportistas y viajeros que llegaban a la ciudad por el camino de Murcia, y las fábricas de jabón que dieron nombre a una de sus calles.

Dentro de los muros, entre las puertas de Murcia y las puertas del Muelle, donde está la plaza principal en la que se encuentra el ayuntamiento, la lonja y el hospital de Santa Ana, transcurría el eje central entorno al cual se articulaba la vida urbana. La plaza de la Pescadería, conectada con la principal y también con salida al mar, concentraba las actividades comerciales de menor rango. El imponente caserón fortificado que es la Casa del Rey, con la aneja fábrica de la pólvora, se levanta en ese eje central, entre la calle Mayor y el Arenal, donde se abre la plaza del Rey, con salida al Mar de Mandarache.

La iglesia mayor, próxima al castillo y no mucho mejor conservada que éste, está en la parte más alta y antigua de la ciudad. Hay además tres conventos intramuros: San Francisco, San Leandro y San Isidoro, y en 1606 se construye extramuros el de San Diego, junto a la ermita de San José.

El desarrollo urbano se manifiesta sobre todo en esta zona oriental, donde para ordenar el crecimiento se ha diseñado un “ensanche” entorno a una plaza central (la de la Merced), entre las puertas de San Ginés y el mencionado convento de San Diego.

Al norte de la parte poblada se extendía el Almarjal, zona semipantanosa, casi siempre encharcada que, además de un ambiente insalubre, proporcionaba a la ciudad algunos beneficios (pastos, barrilla, pesca, caza). Algo más lejos, en esa misma dirección, se encontraba una pequeña huerta regada por varias fuentes situadas en el entorno del actual barrio de San Antón. Aún más allá se despliegan los dilatados secanos del Campo de Cartagena, en lento proceso de repoblación, y donde destacan los cereales y la vid. A lo largo del litoral discurre la sierra costera, con algunos recursos forestales, cada vez más esquilmados, y extensos pastos. 

Destacando sobre todo, el mar preside la vida cartagenera, con sus peligros (contagios, ataques enemigos) y con sus beneficios: comunicación, comercio, pesca, sal, etc.

Para defenderse de los peligros están, además de las murallas y el castillo, las torres de defensa de la costa; todo con su correspondiente artillería. Para aprovechar los beneficios, están las almadrabas, las salinas y las obras que se van haciendo en el puerto, entre las que sobresalen los dos muelles.

Alfonso Grandal