Juan González Castaño, en su Breve historia de la Región de Murcia, presenta de esta forma el inicio del siglo XVII en el Reino de Murcia:

“En los primeros lustros de la centuria del seiscientos, la naturaleza se apiadó poco de los murcianos e, incluso, parece como si hubiera redoblado sus esfuerzos para convertir sus vidas en un infierno, con largos periodos de sequía, lluvias torrenciales, inundaciones y ataques de bandadas de langostas, que desembocaron en la falta de cosechas y, por tanto, en la aparición de atroces hambrunas que terminaron con las reservas de los pósitos, siempre precarias, y obligaron, en momentos de necesidad suprema, a los concejos a incautarse de todo el grano de los pueblos, dezmerías incluidas”.

A continuación, señala los periodos de falta de lluvias en los años 1602-03; 1606-07; 1614-17; 1621-22; 1624-27 y 1629-35. Esta coyuntura apocalíptica tendrá continuidad en los momentos críticos de la peste de 1648, de la riada de San Calixto de 1651 y de la peste levantina de 1677-78. La población, por otra parte, se había estancado o crecía lentamente. En datos del propio J. González Castaño el Reino de Murcia contaría en 1591 con una población aproximada de 120.000 habitantes, que se reducirían a unos 97.000 en 1646. La economía también se contrae. Después de un siglo XVI en el que el Reino ha sido una región que construye su economía sobre la exportación de materias primas (alumbres, lana, seda...), en el seiscientos se experimenta el descenso de mano de obra y de consumidores, y el hundimiento de la producción cerealícola y sedera.

Como parte de la Corona de Castilla, el Reino de Murcia contaba con voz en Cortes gracias a que la capital era una de las diecisiete ciudades castellanas que gozaban de ese privilegio. Y Murcia, capital del Reino, representaba a todos los murcianos (y hay que recordar que en aquellos tiempos el Reino incluía casi la mitad de la actual provincia de Albacete, más puntos de Granada, Jaén y Almería) ante el Rey. Tras la capital, Lorca y Cartagena eran las otras dos grandes poblaciones del Reino. En el Valle de Ricote la población en 1591 era de 709 vecinos, aproximadamente unos 3.000 habitantes; el lugar más poblado era Blanca, y el de menor entidad Ulea; y ninguno de los seis núcleos alcanzaba los mil habitantes. En 1646 el total de vecinos del Valle era de 355; el lugar más poblado es Abarán, y el menos poblado sigue siendo Ulea; y ninguno de los seis pueblos llega a los cien vecinos.

En los ayuntamientos o concejos de las ciudades es donde se producen las luchas políticas regionales y locales. La búsqueda del honor familiar, mediante la obtención de una regiduría o de un puesto de jurado, era algo que venía ya desde el periodo de Felipe II. Ahora los regidores tienen que gobernar ciudades en un contexto de crisis. Mantener su poder local, al tiempo que satisfacen las crecientes exigencias del Rey. Eso significaba negociar constantemente: dentro de cada ciudad; entre ciudades; con la capital del Reino, Murcia; y hacer que los procuradores en Cortes llevaran su voz al Rey para implorar unas condiciones medianamente razonables para cumplir con una presión fiscal que se incrementaba hasta niveles asfixiantes. Ya en tiempos de Felipe II los impuestos pedidos a los naturales se habían convertido en un carga difícil de soportar (Servicio Ordinario, Servicio Extraordinario, Millones...). Había que llegar a un acuerdo, siempre complicado de obtener, acerca de la cantidad de dinero, plazos para pagarlo, productos sobre los que se iba a cargar el impuesto con que obtener el monto total... Las ciudades son las mediadoras entre el Rey y el Reino. Por tanto, estar en la elite urbana daba la oportunidad de convertirse en una pieza clave. Y de ahí que linajes familiares lucharan hasta la muerte por el control de la vida local.

Pero el honor merece todo ese sacrificio. Y así se nota en la forma en que se expresan las oligarquías locales, y en la forma en que se muestran. Los regidores de Murcia se identifican con la ciudad hasta tal punto que se denominan “Señores Murcia”, algo que sucede también en algún otro punto del Reino. Las ciudades encargan obras literarias para ensalzar sus orígenes, pero sobre todo a sus familias. Así, Francisco Cascales en Cartagena y en Murcia. Y por supuesto, la búsqueda del puesto de privilegio en las procesiones, en las celebraciones religiosas, en las capillas, y para acabar, en los enterramientos.