El 13 de septiembre de 1598 fallece el rey Felipe II. Deja en el trono a su hijo Felipe, el único hijo varón que le sobrevivió, un muchacho pálido de veinte años, débil de carácter, y fácilmente manipulable, como ya había intuido su padre.

Felipe III accede al trono en uno de los contextos más complicados que haya vivido la Monarquía de los Austria. Desde el punto de vista demográfico, se estaba sufriendo el impacto de la peste atlántica de los años 1599-1600, que pone un freno drástico al crecimiento de la población que se venía registrando durante el siglo XVI, e inicia un periodo de estancamiento o crisis demográfica, según de qué zona de la península hablemos. Por otra parte, Castilla, hasta ese momento zona más poblada, empieza a perder habitantes por un fenómeno de redistribución interior de la población que beneficiará a la periferia peninsular.

La economía estaba totalmente dislocada. Los metales preciosos americanos habían dado alas a Carlos V y a Felipe II para desplegar su política exterior en Europa, a cambio de hipotecar los recursos más valiosos de la Corona para décadas, incluso siglos. Hubo que recurrir a vender bienes como cargos políticos en las ciudades (regidurías), o minas como las de Almadén, que fueron a las manos de los famosos Fúcares. A fines de siglo, el quebranto es de tales dimensiones que Felipe II tuvo que declarar por tercera vez la suspensión de pagos (1596). Al mismo tiempo, las relaciones económicas entre la Península y sus colonias de América estaban empezando a cambiar: de una conexión directa a través del flujo de hombres y de metales preciosos (aparte de otros productos), se pasaba a una situación en la que el Nuevo Mundo empezó a funcionar cerrándose sobre sí mismo. Con menos mano de obra para explotar las minas de plata y oro debido al descenso demográfico de la población autóctona, y con más necesidad de invertir los recursos propios en la defensa ante los ataques ingleses, franceses y holandeses, y en la adquisición a través del contrabando de productos que no llegaban de la metrópoli, América no liberaba tanto metal precioso como en décadas precedentes, y no ofrecía tantas posibilidades para los españoles de Europa. El nuevo rey hizo frente a la situación como buenamente pudo: en 1607 declaró una nueva suspensión de pagos.

La vertiente política es, normalmente, la que antes llama la atención en el periodo de transición del siglo XVI al XVII. La máquina de la hegemonía española del XVI se agarrotaba hasta el punto de tener que retirarse de los principales escenarios. Ya antes de su muerte, Felipe II había firmado el tratado de Vervins (5 de mayo de 1598), con el que ponía fin a la intervención española en las guerras internas de Francia.

En 1604 se firma el tratado de Londres, con Inglaterra, fruto del agotamiento de ambas potencias en conflicto. España concedía libertad de comercio a los ingleses en la Península, a cambio de dejar franco el Atlántico norte; y además concedía libertad de culto privado a los ingleses residentes en territorios españoles. Y en 1609 se firma el tratado de Amberes, por el que se concierta la llamada “Tregua de los Doce Años”, que tenía como intención abrir un camino a la paz en el territorio más conflictivo de la Monarquía: Flandes, donde desde 1568 se había consolidado un núcleo de resistencia feroz a la imposición católica española.

Con estos tratados se inauguraba la Pax Hispánica, que en manos del Duque de Lerma se intentaba convertir en un instrumento de publicidad favorable al nuevo rey, presentándolo como amante y garante de la paz, y decidido a no tomar las armas nada más que en casos extremos. A nadie se le ocultaba que era una paz por pura necesidad, por agotamiento de hombres y de recursos, y por falta de una opción mejor. La cuestión, según algunos investigadores, es si solo se pretendía camuflar el verdadero estado de la monarquía y de su posición internacional, o si detrás se ocultaba el propósito de aprovechar la paz para recuperar las fuerzas, y recuperar en cuanto se pudiera el prestigio internacional.

Sin embargo, solo el mantenimiento de lo heredado, que desde 1580 incluía la corona de Portugal y todas sus posesiones, ya implicaba el empleo de miles de hombres y de millones de ducados en los lugares más lejanos. Una reciente obra de Eduardo Ruiz de Burgos Moreno analiza la primera década de gobierno de Felipe III bajo el título “La difícil herencia”. Según este autor, entre 1599 y 1608 se contabilizan 163 batallas o enfrentamientos, concentradas en Países Bajos, Alemania y Chile, pero con escenarios secundarios en Filipinas, Molucas, Caribe, costa americana, costa portuguesa, la India, Birmania, Siam, la Costa de los Esclavos, o Etiopía.

Esta orientación política estaba determinada no solo por los límites demográficos, económicos y políticos que se habían alcanzado. Juega también su papel la figura del privado o valido, común en la Europa del siglo XVII, y que en España adquirió una relevancia especial por la personalidad de Felipe III, Felipe IV y Carlos II. En el caso de Felipe III, quien, como ya se ha mencionado, era más proclive a ser gobernado que a gobernar, un personaje destaca por encima de todos los demás: Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja, V Marqués de Denia, I Marqués de Cea, Sumiller de Corps, Caballerizo Mayor y I Duque de Lerma desde 1599. Según Elliot, se trataba de “un hombre afable y campechano, cuyo principal interés consistía en enriquecer a su familia y mantenerse en el poder”. No era nada extraño que un hombre adquiriera tanto poder en un momento en que las Monarquías absolutas caminan hacia la sustitución de órganos colegiados, asesores, consultivos, lentos, poco efectivos... por órganos personales, ejecutivos, fieles, ágiles. En el caso de la Monarquía Hispánica, sería pasar del Sistema de Consejos que había servido a Isabel y Fernando, a Carlos V y a Felipe II, a un nuevo sistema de Juntas. Pero para que la sustitución fuera efectiva hacía falta una elección sensata de los nuevos hombres políticos, todo lo contrario a lo que hizo el Duque de Lerma. Sus dos principales consejeros fueron dos aventureros con afán de medrar lo más rápidamente posible: Don Pedro Franqueza y Don Rodrigo Calderón (el Marqués de Siete Iglesias).

Así las cosas, con un panorama adverso prácticamente en cualquier faceta que se quiera contemplar, y asesorado por personas de poca ciencia y poca conciencia, el reinado de Felipe III no permitía aventurar nada bueno. A pesar de haber logrado un cierto clima de paz, el nivel de corrupción que la gestión del Duque de Lerma alcanzó fue de tal magnitud que acabó provocando su caída en 1618, y su sustitución por un nuevo privado: el Duque de Uceda, hijo del Duque de Lerma. Pero todo iba a cambiar: ese mismo 1618 se iniciaba el conflicto bélico más terrible de la historia moderna de Europa, la Guerra de los 30 años; un nuevo hombre fuerte se estaba preparando para tomar el relevo en las altas instancias de la monarquía, Don Baltasar de Zúñiga, y con él, el que estaba llamado a ser árbitro de la política hispánica bajo Felipe IV, Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde de Olivares y Duque de Sanlúcar la Mayor; y al rey le quedaba poco tiempo de vida: murió en Madrid, el 31 de marzo de 1621, a los 42 años.