La expulsión de la población de origen musulmán en el antiguo Reino de Murcia en 1613-1614 es, en realidad, el relato de una muerte anunciada. El 9 de octubre de 1613, Felipe III, en la localidad de Ventosilla, firma el edicto de expulsión y ordena al Príncipe Filiberto de Saboya, General de la Mar, que envíe navíos a Cartagena para proceder al destierro de los moriscos del Valle de Ricote...

“aviendo entendido que los moriscos mudéxares moradores en los lugares del valle de ricote en el reyno de murcia, no viven como debieran, sino antes con mal ejemplo y mucho escándalo, y que en efecto ay para expelerlos destos mis reynos y señorios de España, las mismas causas que hubo para echar a los demás, que hasta ahora han salido de ellos, he resuelto: que sean expelidos todos los moriscos del dicho valle de ricote, y cometido al conde de Salazar, del mi consejo de guerra, la ejecución de esto”. 

Diez días más tarde se le dio comisión al Conde de Salazar para que se desplazase al reino de Murcia y organizase la expulsión de los moriscos mudéjares murcianos.

A esta situación se unía la pérdida de autoridad de la monarquía de Felipe III por su fracaso en la guerra de Flandes y la paz firmada con los protestantes holandeses en 1609 (Tregua de los doce años). La población de origen musulmán estaba asentada y establecida en diferentes territorios del que después sería, a partir del periodo de dominio cristiano, Reino de Murcia; desde el siglo IX en la ciudad de Murcia y  en fechas que no podemos precisar con exactitud, pero que no diferirían mucho de ésta, en el resto del territorio. Habían transcurrido 370 años desde que los primeros cristianos procedentes de tierras castellanas y aragonesas se establecieron y procedido a la conquista de varias ciudades y posteriores repartimientos de tierras, hasta que tiene lugar el inicio del proceso de exclusión y expulsión de la población morisca en 1613-1614.

Resulta interesante recordar unas palabras de José María Jover, pronunciadas en 1962 (Diario Levante de Valencia, 15 febrero):

“pienso en aquella cálida solidaridad que libró a muchos millares de moriscos, ocultos por la población cristiana, de la expulsión. Del colosal sabotaje que la sociedad murciana opuso a la expulsión”.

Sin embargo, las palabras de José María Jover y la compleja y difícil realidad histórica ponen de manifiesto que la civilización y la cultura musulmana no fueron expulsadas de la cultura cristiana, y que muchos hombres y mujeres moriscos volvieron a sus antiguas tierras y lugares de. También es verdad que las formas de vida y la adaptación, seguramente forzada y forzosa, y provocada por el temor y la obligación, produjeron una cierta mixtura e integración.

La intransigencia religiosa iba en aumento desde mediados del siglo XVI. Así, por ejemplo, varios  jurados de la ciudad de Murcia y también el alcalde de Blanca, Luis Rami. Y la sublevación en Granada viene a impulsar esta línea dura. Pese a que los moriscos del Valle de Ricote se mantuvieron tranquilos (no obstante la actitud de los moriscos de Blanca), se ordenó privar del uso de armas a los habitantes del Valle, lo que se sintió como un agravio comparativo, dado que a los moriscos de otras villas sí se les había concedido este derecho (tal y como ha mostrado Luis Lisón). Y desde la máxima autoridad de la Diócesis, el obispo D. Gonzalo Arias Gallego estableció normas para la integración de los moriscos que habían llegado a la diócesis tras la diáspora granadina (ordenaciones de 1571, estudiadas por J.B. Vilar). Luis Lisón pone como ejemplo la carta que el prelado escribe a Felipe II en noviembre de 1572:

entendi la gran necesidad que había para defensión de nuestra santa fe católica y Ley Evangélica. Y defensión de todos los de este Reino de Murcia y de nuestra patria, porque si aquellos infieles mahometanos prevalecieran y no fueran desvelados, comprimidos y castigados por Vuesa Majestad, como lo fueron, esta ciudad y Reino padecerían, mayormente teniendo por vecinos la numerosa caterva de los moros del Reino de Valencia”.

Sigue diciendo el mismo obispo:

“me ha parecido advertir que en esta ciudad de Murcia y en su huerta, torres y casas que en ella están y lugares circunvecinos, hay muchos de los infieles mahometanos del Reino de Granada y sus alpujarras, así de los que Su Majestad perdonó y envió  a Castilla, muchos de los cuales se han venido a esta tierra, como de los que se quedaron rebeldes en las Alpujarras de la sierra, haciendo daño en los cristianos, muchos de los cuales se han venido con disimulación; y de los unos y de los otros sin los que son esclavos, hay grande número. Y también se dice que muchos de ellos se han pasado al Reino de Valencia, donde hay aquella numerosa caterva de infieles mahometanos, de que yo advertí en días pasados. Y así se puede decir que los de esta tierra tenemos los enemigos en casa, y se dice que son tantos en quererse levantar, con favor que les venga de la mar o de los moros de Valencia, en los cuales tengo menos confianza que de los de las Alpujarras, nos pueden en esta tierra poner en muy gran trabajo”.

Y su recomendación final es ponerlos a 40 leguas del mar y de la frontera del Reino de Valencia.

A pesar de todo, el proceso de asimilación seguía adelante, y en 1588 las seis poblaciones del Valle de Ricote obtuvieron privilegio de villazgo, lo que significa que los vecinos moriscos más acomodados acceden a los puestos políticos locales (regidurías y oficios).

Pero este proceso de integración y asimilación nunca fue fácil. Considerando la lejanía de unas localidades a otras y la escasa comunicación entre ellas, así como la muy escasa presencia cristiana en numerosas poblaciones, en concreto en el Valle de Ricote, se pueden explicar las dificultades existentes para llevar a la realidad los proyectos. En 1533, por ejemplo, en las poblaciones de Alguazas, Lorquí, Ricote, Villanueva, Ulea, Blanca, Abarán, Pliego, La Puebla de Mula, Campos del Río, todos sus habitantes son moriscos; no es de extrañar que el informe que redacta el 9 de enero de 1611 el capitán general diga textualmente:

 “los del valle de ricote andaban muy mezclados con los de valencia y se casaban unos con otros; no comen tocino; conservan sus antiguos trajes y costumbres y se dice publicamente que algunos curas han murmurado que nunca les confiesan pecados, aunque yo estuve en blanca el dia de reyes y les vi acudir a la iglesia con devocion, que es cuanto he podido averiguar. sospecha tengo que muy pocos han dejado de vivir en lo pasado como moros de sus puertas adentro, aunque algunos lo disimulaban mas que otros”. 

El caso de la ciudad de Murcia y alrededores era distinto:

los de los barrios de murcia, molina…estan tan ladinos en la lengua, traje, costumbres y tan mezclados con cristianos-viejos que ya se afrentan de que les diga nadie lo contrario y esta es la mejor calidad de gente.

Es evidente, que el lugar de residencia y la mayor o menor existencia de cristianos viejos resulta importante para localizar una mayor o menor permanencia de prácticas, costumbres y formas de vida morisca (vestido, comida, lenguaje, etc.).

La expulsión de los moriscos del Reino de Murcia se decreta en Madrid el 13 de enero de 1610, siendo publicado en Murcia el 21 de enero. Este bando afectará fundamentalmente a los moriscos granadinos (razón por la cual se hizo sentir en Lorca de forma especial), y de momento los llamados “mudéjares viejos” o “moriscos viejos” se van a librar de la medida. En un informe de 17 de abril de 1610 el corregidor don Gonzalo de Ulloa realiza una información en la que consideraba que unos 2400 moriscos eran dignos de ser dispensados de la expulsión; las razones eran que vivían como buenos cristianos, tenían los mismos hábitos que los cristianos viejos y no se consideraban ya descendientes de moros. Precisamente, el 9 de febrero del mismo año el rey había publicado un bando para que no se expulsase a aquellos moriscos que los obispos aprobasen como buenos cristianos. Pese a esto, el proceso continúa, es imparable hacia la expulsión. En julio de 1610 el Reino de Murcia presencia no solo la partida de los moriscos granadinos que habitan en el Reino, sino que se unen los moriscos castellanos a los que se va a obligar a partir desde el puerto de Cartagena. Y ello a pesar de una corriente favorable a mantenerlos que cuenta, entre otras informaciones, con la emitida por el Consejo de Estado en una carta que dirige al rey el 23 de agosto de 1611 exponiéndole su opinión:

“en dos barrios dentro de la ciudad de murcia fueron poblados de los dichos moriscos, no hay memoria de que hoy lo parezcan en ninguna cosa y algunos son jurados y tienen otros oficios en la republica, y el tocar en estas averiguaciones seria afrentar a muchos que han emparentado con ellos causando demasiado sentimiento”.

La situación resultante fue un conflicto entre integración y expulsion. En definitiva se deduce una rivalidad entre las posturas favorables a su continuidad y otras que exigen la expulsión. La causa es la no distinción entre su pertenencia genérica a una etnia y raza y su especifica permanencia e instalación en esta tierra. Lo que significa no diferenciarlos de granadinos y valencianos.

Contamos con dos significativos ejemplos en Abanilla: un pleito entre mudéjar y cristiano viejo, en el que éste afirma en el concejo que:

“hace mal el gobernador en señalar fiscal de otra ley y retrayendoselo el escribano cristiano viejo, se declaró que por otra ley entendia nacion”.

En esta misma población se afirma que los mudéjares:

“tienen aversión a cristianos viejos y alguno dice que por no juntarse con otro cristiano viejo y por comisario de la fabrica de la iglesia que es…la dejan de hacer”

Vemos que se están desarrollando los hechos en dos escenarios diferentes: de un lado, la política estatal, que solo contempla la opción de la expulsión; simultáneamente, se están proponiendo el examen detenido de la condición de los moriscos murcianos, por ver si existe motivo real para efectuar la expulsión, o si hay algún resquicio que justifique su permanencia. La figura más destacada en este momento será D. Luis Fajardo quien, para conocer de primera mano la situación, recorre el Valle de Ricote a comienzos de 1611. Pero no había nada que hacer: el Rey ya habí tomado la decisión de firmar el decreto de expulsión de los mudéjares murcianos.

 “Que el señor Don Luis Fajardo haga la expulsión de los moriscos.

El Rey

Concejo, Justicia, Regidores, Caballeros, Escuderos, Oficiales y Hombres Buenos de la muy noble y muy leal ciudad de Murcia.

A Don Luis Fajardo, mi capitán general de la armada del Mar Oceano, he mandado que expela los moriscos de los lugares de Val de Ricote, y otros de ese reino que están separados de cristianos viejos, aunque sean los moriscos antiguos, en la forma que allá entenderéis del mismo Don Luis. Yo os encargo y mando le deis todo el favor, ayuda y asistencia que os pidiere y fuese necesario, para la buena ejecución de lo que se le ha encargado, que en ello sere muy servido de Vos.

De San Lorenzo a ocho de septiembre de 1611

Yo El Rey”.

D. Luis Fajardo queda al mando de la operación, y solicita movilizar a cuatro compañías de infantería, seis galeras con otras doce compañías, dos compañías de quintados, e incluso la posibilidad de emplear una compañía de caballeros cuantiosos.

La cantidad de dudas y reparos que suscitó el plan motivó, una vez más, que se pidiera la opinión a voces autorizadas.

El padre Aliaga, confesor real, fue el encargado de resolver las dudas estudiando los memoriales que llegaban a la corte. El 22 de diciembre de 1611 aconsejó parar la expulsión. Y nombró al dominico fray Juan de Pereda, que se dirigió a Murcia en marzo de 1612, con el encargo de elaborar un informe que sirviese de guía para conocer el nivel y el estado y situación real de los moriscos.