Durante el Alto Imperio la ciudad, siendo el eje de la administración imperial, era fundamentalmente autónoma en su administración, mientras que la intromisión de la administración imperial en la vida municipal fue cada vez mayor con el paso al Bajo Imperio. La reforma de Diocleciano procuró la división en un mayor número de provincias con el fin de ejercer un control más férreo sobre cada una de ellas y controlar a cada una desde las limítrofes, añadiendo si ello era posible el situar la capital de la provincia cerca del mar, que seguía  siendo dominio indiscutible de Roma, con lo que las comunicaciones entre las capitales de provincias y la capital del Imperio quedaba garantizada.

  En palabras de Antonino González, los cambios que acaecieron en la vida de las ciudades fueron fundamentalmente dos: la sociedad se hizo más clasista y las clases quedaron más marcadas, porque además fueron menos. Tendieron a simplificarse en ricos potentiores y pobres humiliores. Hay casos que son muy bien conocidos dentro de este esquema general, como es el de los colonos que, a partir del año 396 d.C. y por todo el Imperio, quedaron adscritos a la gleba. Paralelo a este proceso, si es que no estrictamente imbricado con él, está el de la independencia del territorium respecto a la civitas como centro administrativo con lo que ello trajo consigo.

  Por otra parte tales transformaciones de la sociedad fueron acompañadas por unos importantes cambios en su administración. Son de particular relevancia el auge del patrocinio, la militarización de los cuadros de la administración imperial y la crisis del viejo sistema de administración municipal a base de responsabilizar del hecho a los ciudadanos que habían mostrado su capacidad habiendo desempeñado ya las más altas magistraturas y que luego pasaban a componer la Curia. Es la crisis de la Curia uno de los elementos más interesantes del momento de metamorfosis que vive toda la administración, junto con las sustituciones operativas que acaban por eclipsarla.

  Existía también lo que se ha dado en llamar la clientela, un grupo social jurídicamente libre, pero sujeto a su patrono por dependencias de tipo personal. El patrono le daba protección y a cambio cultivaba sus tierras. En la misma situación estaban los esclavos, pero éstos carecían de libertad jurídica. Los esclavos carecían de bienes personales y el poder de sus amos sobre ellos era ilimitado, pudiendo incluso darles muerte.

  A finales del siglo III de nuestra era el comercio sufre una fuerte regresión y las ciudades empiezan a fortificarse para prevenir las hordas de vándalos, que abren paso a la dominación visigoda sobre la Península. El cambio de sistema agrícola del colonato romano a la implantación de la esclavitud trae consigo una enorme pérdida de productividad y, a falta de un nuevo esquema de poder, las ciudades optan por cerrase sobre sí mismas, periclitándose así un período de prosperidad de dos siglos.

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