Las fuentes, siguiendo a Posidonio, enfatizan la pericia casi milenaria de los íberos en el trabajo de tal metal y cómo los romanos, "cuando se apoderaron de España", se aprovecharon de tal experiencia y llevaron allá para trabajar en las minas a numerosos itálicos (Diodoro Sículo, V, 36). En la vertiente septentrional de la sierra litoral, ocupando pequeños cabezos que se adentran en la llanura litoral, se individualizan varios poblados mineros, donde además de espacios de habitación y almacenamiento se localizan sectores dedicados a la fundición del mineral.

   Respecto al laboreo, antes de proceder a la explotación, era necesario buscar los criaderos susceptibles de ella, prospectando el terreno. Agrícola señala algunas pautas para la identificación de yacimientos minerales, como la vigilancia de la escarcha en la vegetación, pues blanquea toda la hierba excepto en las zonas donde hay mineralizaciones; la inspección del color de las hojas de los árboles, ya que presentan irregularidades cuando debajo existe una veta; o la observación del agua de los manantiales que, de existir un filón, puede arrastrar mineralizaciones. El mismo autor recoge igualmente el empleo de la denominada vara de zahorí. También Plinio el Viejo (XXXIV 41, 1) indica que el color de la tierra permite identificar los yacimientos de hierro.

   En el caso de las minas de Carthago Nova, si en ocasiones era posible la explotación ¿a cielo abierto?, como ocurría en gran parte del Cabezo Rajao, en otras era necesario llevar a cabo la excavación de pozos, galerías y anchurones. Respecto a los primeros, en esta zona prevalecieron los de sección circular y moderado tamaño, cuyo diámetro osciló entre uno y dos metros, no faltando un pico de tres, así como una profundidad cercana al centenar de metros, cuando no superando éste. En sus paredes se podía labrar una serie de cavidades a modo de peldaños, de cara a facilitar el acceso de los operarios.

   Por cuanto se refiere a las galerías, las del distrito minero de Carthago Nova se caracterizan por su irregularidad y dimensiones reducidas. Si bien es difícil generalizar, dada la diversidad, su anchura se sitúa entre los 0'30 y 1'30 m en tanto que su altura entre 1 y 1,70 m. Pozos y galerías, por lo demás, de cara a garantizar la seguridad de los operarios y la misma continuidad de la explotación, evitando derrumbes que entorpecieran la extracción y transporte de mineral. Así, se recurrió especialmente a la entibación o recubrimiento de madera, sobre todo de pino, apropiada por su resistencia o abundancia. En otras ocasiones, la consolidación supuso el recurso a la piedra con la realización de abovedamientos mediante mamposterías ordinarias (con mortero de cal y arena) o en seco, procedimiento este último más empleado en la Sierra de Cartagena, y consistente en el arreglo y labrado de las rocas.

   Del mismo modo, para facilitar el tránsito, si bien éste no había sido previsto desde el principio mediante la excavación de galerías inclinadas o en rampa, era necesario acondicionar las galerías mediante la labra de peldaños o su construcción en obra. El sistema, en cualquier caso, se completaba mediante la utilización de escalas de madera, realizadas en una sola pieza y caracterizadas por una hilera de escotaduras, especialmente útiles para salvar desniveles de cierta consideración. Por otro lado, a veces pozos y galerías comunicaban con extensos anchurones o bolsadas de mineral beneficiable que, para evitar derrumbes, no se extraían íntegramente, obligando a dejar una serie de columnas de mineral en el denominado sistema ¿de huecos y pilares?

   En este sentido, para la extracción del mineral de estos filones se podía cavar, picar o quebrantar. Se recurría al primer procedimiento cuando la roca mineralizada se presentaba algo suelta, separando el mineral beneficiable mediante azadas o azadones. En cambio, si la roca era dura se precisaba el picado, llevado a cabo con palanca o barrena y pico. No obstante, en ocasiones la especial dureza hacía inútiles tales esfuerzos, motivando el recurso a la quebrantación, ya a través de la encuñación o de la torrefacción. En el caso de la primera se disponían cuñas (cunei), aprovechando grietas o fisuras naturales o cavando oquedades acopladas a su tamaño. La percusión de éstas mediante martillos (mallei) y mazos permitía el resquebrajamiento de la mena. Para la torrefacción, en cambio, se buscaba fracturar la roca mediante el violento choque térmico conseguido al rociar agua sobre una superficie, previamente calentada mediante haces de leña.

   Separado el mineral, éste era recogido en espuertas y esportones confeccionados con esparto y costillas de madera. Su tamaño varía, pudiéndose establecer tres tipos, que van desde el pequeño (altura de entre 0,23-0,39 y diámetro de 0,23-0,27 m), al grande (altura: 0,80-0,90 y diámetro: 0,50-0,70 m), pasando por el mediano (altura: 0,48-0,58 y diámetro: c.0,40 m). Dichos esportones eran sacados de la mina, tanto de forma manual, mediante una cadena de operarios, como, en el caso de los pozos, mediante el empleo de poleas y tornos. También de esparto eran algunas de las prendas llevadas por los operarios, tales como gorros, rodilleras o sandalias, así como otra serie de objetos del tipo de cantimploras, de los que el Museo Arqueológico Municipal de Cartagena guarda una interesante muestra.

   El interior de la mina era iluminado mediante pozos de luz, cuando las labores se encontraban a poca profundidad, o mediante lucernas, más utilizadas que teas o antorchas, debido al mayor consumo de oxígeno por parte de éstas y el hecho de que desprendan gases tóxicos. Dichas lucernas bien podían ser llevadas por los propios mineros, que las sujetaban a la cabeza (Diodoro Sículo, V, 2) o las portaban en piezas de madera, o bien depositadas en pequeños nichos o lucernarios tallados en las paredes o hastiales de las galerías.

   La continuidad de las labores obligaba también al drenaje de la explotación, dada su frecuente inundación a causa de las infiltraciones producidas por la lluvia, o la aparición del nivel freático. A este respecto, si para lo primero fue frecuente la disposición de cobertizos que resguardaran la bocamina, en cualquier caso fue necesario adoptar soluciones complementarias para desecar las zonas de trabajo. La más elemental consistía en el desagüe manual con cubos de madera y metal, sacos de cuero o las mismas espuertas y esportones empleadas para sacar el mineral, ahora embreados y ocasionalmente dotados de pesas que facilitaran su inmersión. En otras ocasiones, no obstante, era necesario recurrir a galerías de desagüe o ingenios como norias y poleas con cangilones, así como a la más sofisticada bomba de Ctesibio, para algunos autores, en cambio, empleada para apagar el fuego generado cuando se recurría al torrefactado para quebrantar la roca.

   Extraído el mineral, el siguiente paso era su tratamiento. Así, en primer lugar se realizaban los trabajos de trituración de las menas, bien con molinos o simplemente golpeando con mazas sobre soportes líticos, en el caso de la Sierra de Cartagena, realizados sobre todo en calizas dolomíticas, andesitas o cuarcitas. A continuación se llevaban a cabo las labores de clasificación mediante decantación, realizadas mediante un sistema de depósitos de plomo conectados a través de tuberías. Por último, tenía lugar la fundición en hornos metalúrgicos, cuya combustión era avivada mediante toberas. Finalmente, el metal fundido era vertido en lingoteras, que servían de molde para conseguir lingotes homogéneos. Se utilizaban igualmente matrices para sellar las cartelas de los lingotes, donde habitualmente figuraba el nombre y filiación del publicano, acompañados ocasionalmente de algún símbolo. Respecto a los lingotes, si bien existían módulos distintos, lo habitual era que se aproximaran al peso estándar de 100 libras romanas (32,745 kg), con un desarrollo alargado (c. 45 cm), y escasa anchura (c. 8-10 cm) y altura (c. 8-10 cm), con sección transversal parabólica.

   El último paso era su transporte. A este respecto, la mayor parte de las ensenadas localizadas en la vertiente meridional de la sierra, así como el extremo meridional del Mar Menor, sirvieron como vía para el transporte del metal hasta Carthago Nova, desde cuyo puerto se centralizaría su comercialización a gran escala, con dos rutas principales, una que lleva a Ostia, el puerto de Roma, a través del estrecho de San Bonifacio, y otra en dirección al norte de África.