Desfiles interclasistas

    La semana de pasión en Cartagena cumple con todos los requisitos para elevarla a fenómeno de religiosidad popular, entendido como la participación de la gente común con escaso cultivo religioso. Sin embargo, su mayor expresión, los desfiles pasionarios y las cofradías que los vertebran tienen un componente cerrado y jerárquico, en donde la clase media y el estamento aristocrático de la ciudad instrumentalizan el fervor religioso. Se puede entender que las clases social y económicamente favorecidas que organizaban los desfiles también eran componentes de la religiosidad popular dándole, pues, una vertiente interclasista a la misma.

    Como es sabido, la religiosidad popular se ha manifestado siempre en la fuerza emocional de las imágenes sagradas, en las cofradías que les dan culto y en las procesiones que desfilan por las calles para la veneración del gran público. Los Cristos y las Vírgenes más contempladas y seguidas por el pueblo se nos muestran como un noble referente de la piedad y la devoción ardiente ante el Cristo del Socorro, Cristo del Prendimiento, La Flagelación, el Descendimiento de Cristo, la Virgen de la Piedad, La Dolorosa, o la Patrona. No falta dicha religiosidad en los desfiles pasionales cartageneros en cualquiera de sus vertientes: cofrades penitentes, promesas, porta-pasos y espectadores, esa gran masa del pueblo -la gente común a la que aludíamos antes-.

    Descripción de desfiles

    Típicamente mariano es el desfile del Lunes Santo, donde La Piedad aglutina grandes dosis de fe popular a través de las promesas. El tradicional mimetismo hacia los apóstoles San Juan y San Pedro se da cita el Martes Santo. En el resto del ciclo los pasos exteriorizan la fe penitencial a través de las alegorías del Prendimiento (Miércoles Santo) y la Pasión.

    La procesión del Silencio -iniciada por los californios en 1929-, por sí sola, manifiesta el interiorismo y recogimiento de los creyentes, incluido el tradicional ''miserere'' que se canta próximo al templo religioso. Finalizada ésta aflora el componente lúdico: los tercios de granaderos y soldados romanos de la Cofradía Marraja, recorren las calles de la ciudad en anuncio de sus procesiones: hay calor y hasta pasión, en las eternas discusiones de los californios y de los marrajos. (JORQUERA DEL VALLE; RIVERO SEVILLA, 1963).

    No le va a la zaga la del Sábado Santo, clásica procesión marraja de penitencia. El ciclo lo cierra la procesión del domingo de Resurrección, donde se entona, en el momento central de su transcurrir, la Salve Popular, otro de los signos externos de fe religiosa. El surgimiento de las agrupaciones había propiciado la integración en éstas de miembros de las clases media y humilde.

    La alternancia entre lo sacro y lo pagano ha sido un hecho compartido por el gran público que se recrea con los desfiles. Un momento singular en el conjunto de éstos es el denominado ''Encuentro'', que tiene lugar la madrugada del Viernes Santo: ''la ciudad no duerme esta noche en espera de la procesión, escuchando los típicos pasacalles-llamadas de los tercios granaderos y ''judíos'' que van avisando a los hermanos de la Cofradía de la iniciación del día ''marrajo'' y de la proximidad del momento del desfile'' (RODRÍGUEZ, Á.; NARBONA, 1960: 432). Los judíos y granaderos, como el San Juan, han formado parte de la idiosincrasia de las tres cofradías angulares.

    El encuentro entre la Virgen y Jesús Nazareno en la plaza de José Antonio a las 6 horas, durante el franquismo, tuvo todas las connotaciones políticas propias del nacional-catolicismo. El desfile concluía, tras una intensa y agitada noche, a las 8 horas en Santa Maria de Gracia. Otro de los momentos de intensa religiosidad popular se produce la noche del Viernes Santo con el cortejo del Santo Entierro de Cristo. Cerca de cuatrocientas personas desfilaban en este cortejo en la Semana Santa de los años treinta. En su conjunto, el número de penitentes marrajos por estas fechas alcanzó la cifra de 1.154. En los años sesenta la cifra de hermanos marrajos que desfilaban en sus pasos pasaba de 1.500.

   A los datos citados anteriormente de los desfiles marrajos habrá que apuntar las cifras de los californios correspondientes a su desfile de Miércoles Santo. En los años treinta llegaron a desfilar más de 1.400 personas. De éstas, 314 eran porta-pasos, casi una cuarta parte del total de componentes del cortejo. La figura del porta-paso en los años de recomposición de las cofradías y de precaria organización de los cortejos rayaba en el ridículo más extremo, ya que en el momento en el que el capataz daba la señal de parar el trono, éstos se escapaban al pasar por las ''tascas'' entre los gritos del capataz y la desesperación del comisario del trono. El resto lo componían 65 granaderos, 80 soldados romanos, 234 penitentes, 302 músicos, 36 electricistas, 268 portacables, 25 nazarenos para servicios especiales y la junta directiva de la cofradía. Según datos de Rodríguez; Narbona (1960: 447) el desfile que más participantes congregaba era el del Miércoles Santo, con una cifra superior a 2.000 y unos gastos que excedían las cien mil pesetas.

    Celebraciones por el éxito

    Un elemento de cohesión social una vez finalizado el ciclo penitencial lo proporcionará, y aún hoy en día se mantiene -aunque con distintos escenarios-, las celebraciones por el éxito de los desfiles. Las cenas y meriendas en el Hotel España, La Cartagenera, Gran Hotel, Restaurante Cartagena, Columbus, Club del SEU, La Madrileña, Posada Jamaica, fueron indispensables e insustituibles durante décadas. Los marrajos al término de su desfile del Viernes Santo acostumbraron a conmemorarlo con un banquete singular. En mayo de 1930 degustaron entremeses, paella valenciana, merluza cocida (salsa tártara), bistehf (sic) con patatas, fiambres variados, ensalada, helado-crema-mantecado, frutas del tiempo y vinos de Rioja.

   Postura del pueblo

    La mayoría del pueblo fue ajeno a los desfiles pasionarios en cuanto que no participaban en sus cortejos, solo eran espectadores con más actitud profana que sacra. Ya desde principios del siglo XX, lo que provocaba el acercamiento a los itinerarios procesionales era el ambiente popular que se respiraba en la ciudad y el espectáculo de luz y color, convirtiéndose estas fiestas en un recurso para concitarse en la misma como lugar de encuentro, no en vano el pueblo estaba ávido de manifestaciones lúdicas: Cuatro procesiones han sido pocas. Debiera haber una cada día, mejor dicho, cada noche, porque entre sombras se consigue mucho más. No son nuestras ideas excesivamente pecaminosas (...) ni hay en nosotros instintos libidinosos. Sabemos que el roce engendra cariño y como nuestro pecho arde en amor a la humanidad, queremos acrecentar ese sacro fuego. Además, gustamos de los regocijos públicos, por el pueblo, que se divierte por poco dinero (...) entregándose a esparcimientos y al morapio. Otro de nuestros placeres en estas fiestas, es la exhibición de tanta cara bonita. (Don Cándido, 9-4-1912).

    La espiritualidad era minoritaria en la gran parte del público asistente, sumidas aun las clases humildes en el mayor de los abandonos sociales y asistenciales. La crónica satírica de la época así lo testimoniaba al finalizar la Semana Santa, después de habernos martirizado el cuerpo con acelgas asesinas y bacalao imposible, y los oídos con los clásicos tarariras de judíos y marrajos, y los gritos de los que se proponían vender y vendían caramelos a gorda la cuarta. Llegó el sábado santo y al toque de gloria se repitieron las mismas salvajadas de todos los años. Sobre Cartagena cruzó en todas las direcciones una nube de balas de todos los calibres que los indígenas dispararon para significar por tan delicado procedimiento, la alegría que embargaba sus almas de zulús por la resurrección del Salvador. Todos los cacharros viejos o inútiles que estorbaban en las casas, fueron estrellados sobre el pavimento de las calles alfombrándolas de minúsculos tiestos que daban a la urbe un aspecto pintoresco e indiano y ponían de manifiesto los sentimientos religiosos y la cultura que nos satura. (Don Cándido, 9-4-1912).

    La falta de fervor religioso provocó, ya avanzado el siglo XX, a las puertas de la liquidación del franquismo, interesadas llamadas de atención de los ''ideólogos'' del festejo, claramente definidos en su fe mariana. Aquí están algunas de las rutinarias reflexiones: la ''barriga'' de los cofrades; las ''cabalgatas'' y la falta de un verdadero ''espíritu de penitencia''; necesidad de conservar y estimular la devoción a la Virgen; las procesiones constituyen para el cartagenero el único aglutinante comunitario; se busca el elogio del visitante; los tronos de la Virgen son la debilidad del cartagenero. Para la Virgen son los mejores mantos, las mejores flores y los mejores piropos que se musitan por el pueblo'' (VALVERDE, 1973).