La figura del corregidor tiene su origen en la Baja Edad Media, aunque es en la Edad Moderna cuando se convierte en una figura clave para lograr el intervencionismo regio en las corporaciones locales. A partir de los Reyes Católicos el cargo se consolida, especialmente en 1500 y 1648, en virtud de sendas instrucciones para corregidores y numerosas pragmáticas y leyes que las profundizan y completan. La principal característica es la complejidad de sus atribuciones, variadas según el reino y las épocas, así como en función de los rasgos particulares del municipio. El cargo de alcalde mayor en Cartagena estaba ligado a la regiduría de la familia Panes, quedando este privilegio consumido en 1679, pasando su nombramiento a ser privilegio real. Durante la Guerra de Sucesión, la familia Panes, sospechosa de colaborar con el enemigo, perdió su capacidad de rondar de noche con el alguacil mayor y de ocupar asiento preferente, lo cual les fue restituido en 1732.

   La figura del corregidor, según testimonio de Castillo de Bobadilla, se había ido consolidando desde la Baja Edad Media. Era una figura primordial dentro del organigrama político nacional y una baza importante para las aspiraciones centralistas seculares de la monarquía. Los Reyes Católicos comenzaron a impulsar estos oficios, que se extendieron a todos los municipios y vieron determinadas sus competencias con mayor precisión en virtud de las ordenanzas de 1500. La representación real tiene un fundamento político indudable pero, al mismo tiempo, sus competencias se extienden al terreno fiscal, siendo los corregidores garantes de la recaudación de los impuestos del Estado, y se supone que debían ejercer en el municipio una labor de control. La realidad cotidiana de los Ayuntamientos hace que, en la práctica, existan enormes limitaciones de estas amplias facultades.

   Durante el siglo XVIII el control estatal sobre los municipios va avanzando posiciones. Se produce tras la llegada a España de la nueva dinastía una reorganización de los mecanismos de relación entre el poder central y los corregidores, estableciéndose junto a ellos desde 1718, de forma generalizada, los intendentes. Esto supone, por un lado, la asimilación administrativa de todo el territorio nacional y, por otro, la aceptación del espíritu abiertamente centralista propio de la administración francesa. A pesar de los enfrentamientos con los corregidores y las iniciales reticencias, la implantación del intendente de provincia va a ser una realidad en la segunda mitad del XVIII, quedando absorbida por esta figura el corregimiento de las capitales y convirtiéndose en guía y punto de referencia para los corregidores de todos los municipios a nivel provincial. Las reformas municipales de 1766 llevadas a cabo por el Rey Carlos III determinaron definitivamente las competencias, quedando en manos de los intendentes los asuntos fiscales y militares y a los corregidores los de índole judicial y orden público.

   Los corregidores del setecientos ven recompensada su labor con un notable incremento salarial.  El Cabildo de Cartagena, en esto como en otras muchas cosas es un caso especial, pues el Corregidor no cobra, teniendo como única recompensa el pago de los 200 ducados que importaba el alquiler de su casa en la Calle Mayor y de los 100 de la de su ayudante, gastos que costeaba el Ayuntamiento con mayor o menor puntualidad, según el talante del corregidor y el estado de las relaciones. Esta falta de solvencia económica era defendida a toda costa por los regidores, relacionando la no existencia de soldada con la escasez de caudales de las arcas municipales, lo cual choca a todas luces con el hecho de que los regidores sí recibían compensaciones económicas por el desempeño de sus comisarías. No cabe duda de que la insolvencia del corregidor le situaba en el terreno que beneficiaba a las elites: ser vulnerable ante determinadas prebendas, proposiciones y negocios. Era una forma de hacerle cómplice o comprar su silencio ante la realización de determinadas prácticas seculares que beneficiaban solo a unos pocos.

   El periodo de permanencia, según la normativa, era de un año, aunque en la práctica se transgredía el espíritu de la ley, nombrándose por un trienio y se prorrogaba a veces hasta un sexenio. En Cartagena la media entre 1702 y  1766 fue de 5 años. Las diferencias de permanencia entre los corregidores militares y los de letras fueron grandes. En lo que afecta al corregidor de letras,  detectamos una media de estancia de 3 años. Sin embargo, los hay de duración muy breve, sin duda debido a la especial implicación de los corregidores en los asuntos turbios de los grupos de poder en la Guerra de Sucesión, la enorme complicación de la administración municipal y la inestabilidad de las relaciones del Ayuntamiento con otros poderes como el militar, el eclesiástico y los de la ciudad de Murcia. En los periodos en los que hubo corregidor militar existió una mayor permanencia en el cargo, con una media de siete años, lo que se explica por estar sujeto a usos militares y la estabilidad política que consiguieron desde la unión de ambas jurisdicciones en 1722.

   Tenemos constancia de que los representantes del poder real en Cartagena, especialmente el corregidor Ayuso, tuvieron tras su estancia en la ciudad una brillante carrera política, judicial o administrativa, llegando a la conclusión de que esta plaza era una prueba en el 'Cursus Honorum' de la administración española. Es un lugar un tanto peculiar en cuanto a su administración, por las razones antes apuntadas, y resulta curioso que, mientras en todo el territorio nacional se tiende a una racionalización y determinación de cuáles son los lugares de corregimiento de letras y a cuáles corresponde que la jurisdicción militar detente también el civil, aquí sucede todo lo contrario, sucediéndose todo tipo de combinaciones y situaciones en un ambiente de provisionalidad y dialéctica permanente entre la espada y la toga, entre los poderes locales y la administración central. El profesor Marina Barba detecta una creciente exigencia de estudios y experiencia jurídica, así como una creciente literatura teórica y legislativa tendente a definir las competencias de los funcionarios reales, tan sometidos a los usos políticos de cada localidad. Los elegidos juraban ante el Consejo, la Chancillería o la Audiencia y lo repetían después en el Ayuntamiento en el momento de la recepción del oficio, entregando las fianzas, suscritas en documento ante escribano. En el primer Cabildo que preside se hace constar en el acta capitular correspondiente las competencias exactas que tiene encomendadas en virtud de la ordenanza vigente.

   La llegada de un nuevo corregidor se inicia con su notificación al Ayuntamiento. El Cabildo inicia entonces los preparativos, designando de entre los regidores los comisarios que debían recibirlo y cumplimentarlo. En Cartagena se designaban dos, casi siempre pertenecientes al grupo de poder que controlaba el Ayuntamiento, pues consideraban oportuno manifestar rápidamente al neófito cuáles eran las costumbres del lugar y quiénes las imponían. Durante el primer cuarto del siglo el honor recaía casi siempre en las primeras figuras de la vida política municipal como los hermanos Martínez-Fortún o los González de Rivera. Era sabido por los poderosos que el primer contacto con el representante del poder real era muy importante y que, en ocasiones, determinaba la relación durante sus tres o seis años de mandato. Sus primeros escarceos con los regidores suelen ser algo traumáticos, por el choque entre la mentalidad centralista y legalista que suele tener el funcionario (especialmente si es militar o jurista) y el recuerdo próximo de las advertencias previas que les hacían en Madrid contra tales o cuales vicios de la vida de la población; y la tendencia de las elites de poder a mantener a toda costa hábitos relacionados con el funcionamiento de las sesiones, la asistencia, las relaciones internas o el control de la economía.

   La partida suelen ganarla a medio y largo plazo los regidores, que son mayoría y consiguen generalmente sus propósitos con el plante, el boicot y el aislamiento del corregidor. Lo normal es que éste acabe cediendo en sus planteamientos y aceptando esas viejas tradiciones e, incluso, incorporándose a esa maraña de relaciones socioeconómicas que resultan tan provechosas para una minoría de los cartageneros. Cuando el corregidor resulta tozudo y no cede en sus planteamientos, suele ver en peligro su carrera, la estabilidad del orden público (el pueblo resulta fácil de manejar) e, incluso, su propia integridad física. Si el neófito es, además, reformista, los poderosos lo castigan con toda suerte de maldades que minen su moral e impidan sus propósitos. El siglo XVIII es, por tanto, para Cartagena y para casi toda España una etapa de transición de cruce de tendencias centrípetas y centrífugas a nivel administrativo, de resistencia de viejos poderes a desaparecer. La caída será lenta y el costoso proceso no culminará hasta la época del Ayuntamiento constitucional del siglo XIX.

   El gobierno político de la vida municipal cartagenera estuvo marcado por ser una importante plaza militar, unificándose ambas jurisdicciones desde 1722, lo cual contribuyó a militarizar la sociedad y a hacer avanzar por imposición el proceso de centralización administrativa. Los gobernadores tenían, por tanto, una triple función: militar, con amplias facultades desde 1728 en que se convierte en sede del Departamento de Marina del Mediterráneo; política, con dependencia directa del Consejo de Castilla; y jurídica, bajo la tutela de la Chancillería de Granada. Los gobernadores militares están asistidos en virtud del Reglamento Militar de 1706 por un teniente de Rey.

   La implicación entre Ayuntamiento y milicia es importante desde 1703 en que se permite la existencia de  un Regimiento Concejil de Infantería formado por diez compañías de 50 hombres de reclutamiento dirigidos por regidores con rango de coronel, capitán, teniente coronel, sargento mayor y ayudantes. Funcionaba sobre todo en época de guerra. Era expresión esta milicia de independencia respecto de las milicias provinciales. Una vez que era introducido a las salas capitulares, presentaba y leía su título y prestaba juramento ante el corregidor anterior o el interino, quien le transmitía la vara que secularmente simboliza en nuestro país la máxima autoridad municipal, jurando a continuación su cargo. Se comprometía a servir con honradez y diligencia al Rey y, al mismo tiempo, respetar los usos, costumbres, juros y ordenanzas de la ciudad. Se hacía especial referencia en sus funciones al cuidado de los impuestos, los abastos y los montes. El juramento, en fin, no era sino una proclamación pública de los poderes y obligaciones del corregidor.  Tras esto, presidía el resto de la sesión.