Un prodigioso puerto natural

   La costa mediterránea está formada en muchos tramos por un relieve accidentado en el que la acción tectónica y morfológica ha determinado la existencia de innumerables acantilados, cortados por calas (Costa Brava, Calabria) y por ensenadas (Cartagena, Provenza, costa dálmata). Una de estas ensenadas da cobijo a la rada cartagenera, considerada desde la Antigüedad como uno de los puertos naturales más renombrados del Mediterráneo.

     Serán estas condiciones peculiares, derivadas del  excepcional diseño natural y de sus enormes posibilidades marítimas (resguardado frente a los vientos, cierta profundidad y calado, fácil defensa, etc.), las que propiciarán que desde muy temprano fuese objeto codiciado por los diversos pueblos marineros, tanto griegos y fenicios, como cartagineses y romanos, que harán de él -sobre todo estos dos últimos- uno de los principales enclaves navales y comerciales del mundo mediterráneo antiguo. Por contra, durante el largo pasado medieval sufrirá el período más inactivo de su historia, tan sólo roto por efímeros resurgimientos, como el desarrollado tras su conquista en 1245 por el futuro Alfonso X 'El Sabio'. Será tan sólo un espejismo, ya que las crisis internas de Castilla durante los siglos XIV y XV frenarán cualquier posibilidad de despegue.

    Sólo a finales del siglo XV comienza a resurgir con la familia Fajardo, que había instituido un señorío laico, a imagen de los creados por otros grandes señores castellanos. Con ellos se inicia una nueva etapa de expansión -muy modesta al principio-, que será continuada tras el retorno de la ciudad a realengo en 1503. Los efectos de este nuevo impulso no serán muy evidentes hasta el primer tercio del siglo XVI, precisamente cuando se detectan las primeras preocupaciones por mejorar la infraestructura portuaria, dando origen a un proceso que culminará con las obras de remodelación, modernización y acondicionamiento de los muelles antiguos (muelle principal) y los de nueva creación (muelle de San Leandro), de los que después hablaremos. 

   Descripción

   Pero, ¿cómo era el puerto cartagenero a comienzos del siglo XVII? Físicamente se parecía muy poco al que ahora conocemos. No existían los diques de su bocana (diques de La Curra y de Navidad), ni la ensenada del Arsenal ni, por supuesto, el puerto deportivo o las zonas de atraque del muelle de Santa Lucía. Tampoco la linea de costa llegaba tan adentro pues no se había construido el muelle de Alfonso XII y ni tan siquiera se habían realizado las obras de la muralla de Carlos III, ni el bulevard que se erigió a expensas de la montaña del Parque Torres.

   La línea de agua llegaba hasta la falda del monte de la Concepción, cuyos promontorios rocosos cercanos a la costa se utilizaban a veces como improvisados embarcaderos. Esta montaña constituía una especie de avanzadilla que dividía la orilla del mar en dos arcos definidos: en el ángulo noroeste se abría una playa de forma más o menos alargada, limitada por las estribaciones de los cerros de San Julián y el cabezo de los moros. En la parte más reguardada de ella comenzaba a surgir entonces un pequeño poblado extramuros, que pronto fue conocido como Santa Lucía y en el que se asentaron fundamentalmente los pescadores.

   En el ángulo opuesto se hallaba un amplio espacio abierto que se iniciaba en la zona del Ayuntamiento, continuaba por el llamado Arenal (de terrenos arenosos) y concluía en el mar de Mandarache, cuya ensenada sería aprovechada posteriormente por el fondeadero del Arsenal. De aquí surgía imponente la falda del monte de Galeras, cuyos acantilados caían bruscamente sobre el mar, sin dejar apenas espacio para pequeñas calas, excepto la zona del espalmador, que servía de fondeadero para las galeras. El obstáculo más peligroso para entrar en nuestro puerto era la laja (o losa): un promontorio rocoso escasamente sumergido que se encontraba en su interior, frente a la bocana. Aunque era bien conocido por los marinos, ''pues no había ningún capitan que no la llevase pintada entre sus cartas'', constituía un elemento muy peligroso, que había que esquivar con mucha pericia.

   Espigones, embarcaderos y muelles de piedra.

   La infraestructura portuaria de Cartagena en los albores del siglo XVI debía ser muy básica. Realmente la documentación con la que contamos para esa época no nos permite conocer con los mínimos detalles su verdadero alcance. Sin embargo, todo parece indicar que la situación estratégica de la ciudad y las magníficas condiciones naturales de su puerto no se correspondían de hecho con unas dignas instalaciones portuarias, que creemos se limitaban a un/os pequeño/s embarcadero/s en torno a la línea de la playa próxima a la muralla del Castillo.

   A finales de la Edad Media Cartagena contaba con un pequeño muelle de atraque, por el cual su señor, don Juan Chacón, cobraba un tributo denominado 'mollaje', destinado, según su perceptor, a la reparación de éste y que repartía por mitad con el Rey. Esto nos confirma la existencia a fines del siglo XV de, al menos, un muelle, cuya naturaleza desconocemos (puede que de piedra, puede que de madera) y que era aprovechado por los señores de la ciudad para el embarque y desembarque de mercancías (lana, sobre todo, además de manufacturas importadas desde Italia). Con el tiempo a este embarcadero comenzó a llamársele 'muelle principal' o 'muelle de la plaza'. Es muy posible que debía de tratarse de un muelle pequeño, consolidado sobre algunos salientes rocosos al pie del cerro sobre el que estaba el Castillo y a menudo insuficiente para el trasiego de tropas y mercancías.

   En este sentido, la primera alusión documental conocida, posterior a la reincorporación a la Corona castellana, data de 1527: en el cabildo celebrado el 2 de febrero de ese año se ordena al mayordomo dirija el 'adobo' del muelle con unas jácenas viejas cercanas a él, rematándolo con tablas de buena calidad. Debemos suponer con ello que se trataba de una empalizada, más o menos fuerte, que avanzaba en el mar y que, por lo tanto, era frecuentemente devastada por los temporales, como podemos ver en las reparaciones que se hicieron en 1527, 1530, 1538 y 1540. La existencia de este muelle nos viene confirmada en el proyecto de fortificación de la ciudad elaborado por el corregidor Andrés Dávalos en 1540. En dicho documento aparece nombrada una diminuta construcción denominada 'muelle de la Plaça'; pequeño y único embarcadero, mitad natural mitad artificial, para carga y descarga de las embarcaciones llegadas a la bahía.

   En 1554, cuando la actividad comercial comienza a ser importante, el Concejo decide una nueva reparación del muelle. Sin embargo, esta vez se apuesta por una construcción más duradera, y así, en el cabildo de 21 de julio, se le ordena al mayordomo que dirija el arreglo del muelle -que se encontraba muy estropeado- con adquisición de buenos materiales y un mortero que sobró de las obras de 'Cabtor', depositado frente a la plaza pública. Se le señala explícitamente que ''la frontera y los lados se hagan de plomo para que sean más duraderos y el interior de mortero... que se haga cuanto antes pues el tiempo es bueno para ello''. No debió resistir mucho tiempo esta obra, pues diez años después se emprendían nuevas reparaciones en el mismo muelle y en la plaza contigua a éste; reparaciones que se repitieron, una vez más, en 1572, con el empleo de tres 'jácenas de marca mayor', y 1573, con otras tantas procedentes de la casa del Pósito.

   Por estos años, con un tráfico portuario en continua expansión, el Concejo se estaba planteando la posibilidad de ampliar la infraestructura portuaria. Las posturas se debatían en torno a la ampliación y mejora del muelle existente o a la construcción de uno nuevo que pudiera auxiliarle. Finalmente se deciden por esta última, y aprovechando la experiencia de otras ciudades, como Málaga, que desde 1554 trataba de construir un nuevo puerto, deciden solicitar licencia y ayuda económica al rey Felipe II para su realización. De todo lo dicho hasta aquí, resulta una clara conclusión: la inexistencia de una infraestructura portuaria de mediana garantía, como paso previo al inicio de la expansión comercial de la ciudad. Se imponía, por tanto, la obligación de construir o remodelar según aumentaba el tráfico y entrada de embarcaciones. De ahí la necesidad en 1585, con lo que podríamos llamar el 'boom lanero', de la construcción de un nuevo muelle, próximo al muelle principal, para la carga y descarga de diferentes mercancías, sobre todo, los voluminosos portes de lana, esto es, el nuevo muelle de San Leandro.