Una coyuntura negativa

   El siglo XIX es para Cartagena una etapa que en general se puede considerar nefasta, llena de contratiempos, cuando no de calamidades. Comienza el siglo con una hecatombe de personas, la epidemia de paludismo, que dura desde 1799 a 1805 y que mata a más de once mil personas; entre los años 1873 y 1874 se produce la guerra cantonal que dejó aniquilada materialmente a Cartagena, baste decir que sólo quedaron 27 viviendas intactas, el resto de edificios fueron total o parcialmente destruidos; y para terminar hay que citar el rebrote del paludismo entre los años ochenta y seis y ochenta y siete. En medio de estos acontecimientos citados hay otros de mucha importancia aunque causen menos daños materiales y humanos, como son los levantamientos de 1808, 1823, 1844, 1854, siempre de carácter progresista. Las epidemias no sólo de paludismo, enfermedad que llegó a ser casi una endemia, sino también las de cólera morbo de 1834, 1849, 1865 y 1885.

    Finalmente una fecha que no se puede olvidar es la del 30 de noviembre de 1833, en la que se establece la distribución provincial de España y la integración de Cartagena en la provincia de Murcia, con capital en dicha ciudad, lo que causó gran dolor entre los cartageneros, que no se superó entonces, dando lugar a que éstos se sumaran a todas las asonadas revolucionarias y que incluso en la actualidad no sea admitido por la mayoría. Desde entonces la ciudad pasa a ocupar un puesto secundario.

   Tensión  política

   El ambiente político en España en esos meses era bastante tenso (al decir España me refiero sobre todo a Madrid), debido sobre todo a tres factores: en primer lugar, los ecos del periodo revolucionario de 1848 en Europa aún no se habían apagado y animaban a los progresistas a seguir intentando con la revolución lo que no conseguían en las Cortes; en segundo lugar, desde la caída de Narváez los moderados en particular y el régimen no habían encontrado un hombre fuerte para conducir la situación de forma satisfactoria y, finalmente, las actuaciones de Bravo Murillo, encaminadas por un lado a profesionalizar a los funcionarios de todo tipo y a separar los cargos de la pertenencia o no al partido político dominante en ese momento, y por otro a reformar la Constitución en un sentido aún más conservador, incluso restringiendo el voto censitario y convirtiendo al Senado en una Cámara aristocrática.

   La tensión provocada por Bravo Murillo y sus intentos de reforma constitucional llevan a su caída. Será sustituido sucesivamente por Roncali, Lersundi y Luis José de Sartorius, conde de San Luis; este último el más inteligente y capaz, pero el de menos escrúpulos y el más corrompido en cuanto a asuntos monetarios se refiere, según el embajador inglés Howden. Para todos ellos y para las diversas camarillas que están cerca del poder en España, a saber, la reina madre y sus 'socios' en los negocios dirigidos desde el Gobierno, los aristócratas terratenientes, la Iglesia y algunos militares de alto rango, la Constitución -toda Constitución- es un estorbo y su deseo es minimizar su influencia, y si es posible, suprimirla. El desbarajuste político es enorme pero todavía lo es más el económico; la corrupción de altos vuelos es ya de dominio público, las finanzas caen en manos de unos cuantos a través de los Gobiernos de turno y para colmo a San Luis se le ocurre adelantar los impuestos de seis meses. El descontento popular y la tensión se hacen más evidentes cada día. Al mismo tiempo conspiran diversos elementos progresistas y demócratas.

   Movimientos de los progresistas

   Desde febrero a junio de 1854 el general O'Donnell y Fernando de los Ríos se ocultan en Madrid en una casa de la calle de la Ballesta esperando el momento oportuno para el pronunciamiento que, para desesperación del general, nunca llega. Por fin, el día 28 de junio, el general Dulce con once escuadrones de caballería sale de Madrid hacia Canillejas, donde se les une O'Donnell, quien tras una arenga al uso de la época (''no doy este paso para vengar agravios personales, sino para sacar a la patria de su envilecimiento''), se pone al frente de las tropas.

   A continuación marchan hacia Madrid, pero desde la capital se organiza la resistencia y las tropas leales mandadas por el capitán general Juan Lara y por el ministro de la guerra Blaser salen a su encuentro. El choque se produce en Vicálvaro. A las cinco de la tarde se interrumpen las operaciones con suerte indecisa, nadie vence en la batalla. A la mañana siguiente los rebeldes se retiran hacia La Mancha y Andalucía. En este contexto aparece el llamado Manifiesto de Manzanares, redactado por el joven abogado Canovas del Castillo y en el que se indican las ideas a seguir para los progresistas: mejorar la ley electoral y la de imprenta, rebajar los impuestos, replantear la Milicia Nacional. Este manifiesto sirve para aglutinar a los descontentos, al menos en la capital del reino y, mientras, algunos generales como Serrano se van uniendo al alzamiento con el propósito de sublevar Andalucía.

   A partir de ese momento y sin que el manifiesto influya directamente según Azagra, algunas ciudades van sublevándose poco a poco: Barcelona, Zaragoza, Valladolid, San Sebastián, Valencia... En todas ellas los militares y algunos prohombres se ponen al frente de la revolución para evitar desmanes y que los más exaltados no tomen el poder. El 16 de julio es destituido San Luis y, después de un breve periodo de Gobierno de Fernández de Córdoba, éste se encuentra con las barricadas y la revolución en plena calle. Hay dos días de lucha en los que se producen muertos. Finalmente, el exaltado Evaristo San Miguel consigue que se le transfiera el poder, mientras la reina, para salvar el trono, llama a Espartero, el ídolo de los progresistas. La revolución popular había triunfado, al menos en Madrid.