Las concesiones a los nobles

    El acrecentamiento del patrimonio nobiliario desde el reinado de Enrique II, del que no se salva siquiera el paréntesis monárquico que comprende los últimos años de Enrique III, llega a excesos realmente alarmantes con las mercedes dispensadas por Juan II y Enrique IV. Concesiones no sólo excesivas, sino mal distribuidas, por cuanto ni se compraban lealtades ni aumentaba el número de los que les servían con fidelidad. Dispersión del patrimonio real que se mantiene y aumenta con el príncipe don Alfonso, ya que si nada se le puede imputar personalmente -sujeto paciente de la oligarquía nobiliaria- la documentación que vamos conociendo así permite deducirlo.

    El conflicto por la corona

    La guerra civil inmediata a la muerte de Enrique IV, que divide a la nobleza en dos bandos contrapuestos, impide a los Reyes Católicos rectificar la política real de concesiones mantenidas por los monarcas anteriores. Se trataba entonces de algo tan fundamental como era ganar la contienda y por ello no pudieron hacer sino confirmar privilegios, aceptar situaciones de hecho y otorgar borrón y cuenta nueva y dar por bueno cuanto se había hecho, incluso la utilización de las rentas reales durante trece años, como había hecho el adelantado Pedro Fajardo, en su particular interés. Era la única forma de mantener la fidelidad de los nobles y de los vasallos que les eran leales, de atraer a los indecisos o de premiar a quienes con decisión y entusiasmo pusieron todo su esfuerzo por el triunfo de su causa. Pero también la de otorgar perdón a los arrepentidos con devolución de lo incautado, y de incorporar a sus filas a los que durante algún tiempo se habían mantenido alejados o proclamado y luchado por doña Juana. Era necesario que la paz fuera para todos y que todos estuvieran al servicio de la Monarquía.

    La nobleza por su parte lucha por acrecentar sus bienes, modo de conseguir mayor poder y fija su atención con preferencia en las principales ciudades del reino, hasta entonces de realengo, centros políticos y económicos de la región o comarca por la que extendían su actividad. Camino frecuente para conseguir sus propósitos, cuanto lo apetecido pudiera valorarse como excesivo, tanto por su tradición realenga, poder concejil, importancia económica o militar, era la de obtener la concesión de la tenencia de su fortaleza, con el simple nombramiento de alcaide, modo de crear una situación de hecho, a la espera del momento propicio, cuando la guerra civil o la necesidad real de sus servicios facilitaran la consecución de sus ambiciosas pretensiones.

   La oligarquía nobiliaria en el poder y en nombre del príncipe don Alfonso, comenzó de inmediato a otorgar privilegios y mercedes de todas clases en concertado acuerdo entre ellos mismos, aunque naturalmente, bajo la dirección del marqués de Villena, árbitro de la situación y director de este alegre reparto de prebendas, mercedes y rentas.

    El adelantado Fajardo había participado en la junta de Burgos y se preocupó de que tuviera carácter legal su ocupación de Cartagena, para integrarla en su patrimonio. Apoderado de ella desde 1464, no tardó en conseguir el señorío. Don Alfonso era proclamado el 5 de junio y a Murcia comenzaron a llegar pronto sus cartas. El 10 de junio notificaba su proclamación y daba poder a Pedro Fajardo para reunir gentes de armas a su servicio y defender su causa. El 25 de julio siguiente cuatro cartas reales al Adelantado definen y reconocen el poder de Fajardo y la necesidad de su apoyo y servicio. Una, era la orden de proclamar su soberanía en el reino de Murcia; dos, sendas concesiones personales, la alcaidía del castillo de Monteagudo y la tenencia del alcázar de Murcia, ambas con sus correspondientes salarios. Y la cuarta suponía la consecución de sus ambiciosas pretensiones de veinte años de constante lucha, cual era el señorío de la ciudad de Cartagena.

    Se culminaba así un largo proceso, que si en principio sólo había supuesto un valor en perspectiva y el deseo de extender sus dominios, ahora, en 1465, era una realidad mercantil que la producción de alumbre de Mazarrón la convertían en puerto y plaza de extraordinaria importancia, cada vez más apetecida y al mismo tiempo más difícil de conseguir.

    La concesión del señorío de Cartagena

    El privilegio alfonsí conlleva el doble concepto de premiar servicios y de estimular su continuidad, tan necesarios cuando se iniciaba la rebelión. La merced mantiene la forma tradicional de estos privilegios de concesión de señoríos, en que entraba la ciudad, castillo, aldeas, término, jurisdicción, rentas y cuanto pudiera pertenecerle. Se precisan también las reservas reales acostumbradas: alcabalas, tercias, pedido y monedas, soberanía de la justicia, minas y cuanto no se pudiera apartar del señorío real.

    En el documento no se realza la importancia de su puerto, y si incluye es porque en la donación entraban las ''aventuras del puerto'', lo que sólo tiene un alcance económico, si bien tampoco cabía esperar otra mención, puesto que la entrada y salida del puerto no estaba impedida o vedada. Otra cosa era el desembarco de mercaderías o la carga para la exportación, que cada vez producían mayores estipendios, de aquí el que se mencione conjuntamente con la rentas, pechos y derechos que pertenecían al señorío.

    Tampoco hay limitación en cuanto a la propiedad, puesto que Pedro Fajardo quedaba autorizado a poder transmitir el señorío por vía de herencia, pero también para vender, empeñar, o cambiar, dar y trocar. Supone, pues, el señorío pleno, con los dos elementos fundamentales que señala Moxó: el jurisdiccional, que lleva consigo la facultad de juzgar, la potestad sobre los moradores y derechos tributarios, y por otra parte el solariego, el dominio efectivo sobre la tierra.

    Con los mismos propósitos, pero con mayor relevancia y alcance, parece que Pedro Fajardo recibió otro privilegio de merced del señorío de Cartagena, con título de conde, otorgado por Enrique IV meses más tarde del privilegio alfonsí. No resulta insólito este paralelismo y el que ambas concesiones incidan en ofrecer la ciudad de Cartagena, puesto que era bien conocida la pretensión del adelantado de recuperar esta plaza, al menos su alcaidía. Tampoco resulta extraño en lo que se refiere al tiempo, ya que ambas facciones deseaban contar con su fuerza militar y prestigio en estos meses, y más aún cuando suponía su dominio sobre la totalidad del territorio murciano. Y también es explicable que el ofrecimiento de Enrique IV, al tratarse de la misma ciudad de Cartagena y meses después de la carta de su hermano, le superara en honores al añadir el título condal con el señorío de la ciudad y su castillo.