La magia de los cantes mineros estriba precisamente en la singularidad y variedad de sus estilos. Desarrollados a partir de la taranta almeriense, madre de todos los cantes mineros; este palo flamenco se trasladó hasta las tierras murcianas para desarrollarse con carácter propio. Surgieron así otras formas derivadas como la Levantica, la Murciana, el Taranto y la Minera.

Es con estos nuevos estilos flamencos cuando la tradición de este arte se aleja del núcleo originario localizado en Andalucía, para instalarse por derecho propio en las principales zonas mineras de Murcia, Cartagena y La Unión.

La originaria forma de la taranta, tal y como se conoce hoy día, se remonta a los años 50 del siglo XIX, momento en el que se determina y configura este estilo.

Procede del fandango andaluz y tiene una estructura muy similar a éste, utilizando el verso de 5 líneas octosílabo, y repitiéndose una de las dos primeras líneas para que se canten 6 en total. En su melodía se encuentran algunos rasgos que la hacen diferente a los populares fandangos. Todos los cantes mineros poseen una musicalidad variable que le otorga una belleza especial.

Las letras cobran una especial importancia

La gran emotividad y estilo poético de los cantes mineros queda de manifiesto en sus letras. Los temas que aborda son los mismos que los tratados por el flamenco, dirigidos al amor y el desamor, al trabajo, la pobreza, el dinero, la muerte, la religión, el destino y la impotencia. Pero en este caso tienen el peso principal la mina, los mineros, y todo lo que de ellos surge. Las letras se convierten en fruto del marco económico y social que les envuelve y les sustenta, de la miseria y el hambre de estas capas sociales, de la situación de marginalidad que les concede cierta solidaridad de clase que dejan demostrada en su cante.